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Apariencias que engañan

Herman Koch presenta la redonda «Casa de verano con piscina» «Casa de verano con piscina»Herman KochSalamandra. 384 páginas, 18 euros.

La Razón
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Ya en «La cena» plasmaba de forma hábil el universo de las apariencias y la peligrosa autopista suicida en que puede derivar la adolescencia. En esta «Casa de verano con piscina» regresa a la carga con la misma munición para abundar en las instituciones centrales de las clases acomodadas europeas: el matrimonio, la familia, las relaciones paternofiliales, la falsedad, el reverso tenebroso del ser humano. Plantea el autor grandes dilemas éticos hasta llevar al lector a interrogarse sobre si debe prevalecer el instinto de protección o la lealtad a las normas que garantizan la cohesión social. No en vano es un moralista ingenioso a quien le fascina la inmensa capacidad del hombre para sorprender a sus allegados cuando evidencia su vertiente sombría

La decadencia
Este Koch es, si cabe, mejor que el de «La cena». La narración arranca «in media res» planteándonos numerosos interrogantes que el «flash-back» sabrá solucionar a su debido tiempo y de modo perfectamente dosificado. Marc Schlosser es un médico de familia que se protege de su profesión –y la decadencia del cuerpo– con fuertes dosis de cinismo. No es un buen galeno, sólo uno que cubre sus carencias profesionales con el subterfugio de dedicar más tiempo a sus pacientes para que se sientan mejor atendidos. Un día entra en su vida –y su consulta– un famoso actor, con dos hijos adolescentes como él, que le invitará a pasar unos días de verano en el sur de Europa, en su casa con piscina. Las dos familias vivirán jornadas de estío bajo la canícula hasta que un grave incidente cambiará la sus pautados universos....

Borda Koch aquello de meterse en los zapatos del lector y jugar con sus prejuicios como un malabarista con muchas pelotas en el aire. Y lo consigue, sembrando confusión con pistas falsas y dilatando el nudo de lo que sucedió exactamente hasta llegar a impacientarnos. Por resumirlo sucintamente, podríamos decir que arrancan las páginas al más puro estilo de Flaubert, para concluir con el nervio de Tobias Wolf, pero, si cabe, de un modo más sutil e insidioso. Hay escritores que requieren un lector cómplice –el «lector hembra» por el que clamaba Cortázar– dispuesto a sumergirse en la naturaleza de una búsqueda hasta la grieta de la emoción. Este holandés es uno de ellos.