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Mano con regazo

La Razón
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Un tipo con los pies de cuero vomitado y el rostro culposo me salió al paso al anochecer bajo la lluvia y me dijo: «Sé que no soy uno de los tuyos y comprendo que por cosas que hice incluso tengas motivos para odiarme, pero, ¿sabes?, es Navidad y no tengo quien me abrace». Entonces se abrazó a mí sin darme tiempo a sacar siquiera las manos de los bolsillos y rompió a llorar. Miré alrededor. No había nadie. Estaba todo tan solitario que hasta me pareció que ni siquiera daban a la calle los portales. Aquel tipo me las tenía juradas por cosas que había escrito sobre sus actividades criminales y temí que aprovechase la intimidad de aquel abrazo para vengarse impunemente en un momento en el que por culpa de la niebla ni siquiera la lluvia se fijaba en nosotros. Saqué las manos de los bolsillos y le devolví el abrazo con la aturdida sinceridad de la que fui capaz. Estábamos solos y fundidos en un abrazo embarrado en el que no se sabía muy bien quién era la mancha y quién el trapo. El tipo guardó silencio hasta que se esfumó en la cripta de mi pecho su último sollozo. Entonces me miró a los ojos y me dijo: «Lo siento. No quise asustarte. De repente me sentí triste. Era Navidad, eché cuentas y comprendí que ya no quedaba en mi vida nadie a quien confesarle que en una noche así me siento solo. No tengo una sola foto al lado de alguien desde que hice la primera comunión. Muchas veces he pensado lo terrible que es saber que ni siquiera hay quien que se acuerde de ti aunque sólo sea porque te guarde verdadero rencor. Además de que no sé de alguien que me quiera conocer, lo que más me jode, periodista, es que tampoco conozco a nadie que esté al menos orgulloso de haberme olvidado». Arreciaba el aguacero y nos resguardamos en unos soportales. El tipo se sacudió la lluvia del pelo dando un latigazo con la cabeza, como habría hecho un perro. Le tendí mi mano y él alargó la suya hacia el regazo de la mía. Iba a darle algo de dinero, pero me detuvo el gesto antes de que lo hiciese. Y me dijo algo que jamás podré olvidar: «No he querido conmoverte. Agradezco tu intención, pero no soy un mendigo. Sólo necesitaba algo de afecto. Porque es Navidad, ¿sabes?, y mi madre me dijo de niño que en Navidad incluso en los cementerios hay cadáveres dispuesto a sacar las manos de sus sepulcros esperando que alguien acepte de buena gana su aliento y su abrazo».