Historia

Teherán

Guerra con Irán por Alfonso Ussía

La Razón
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Hoy les voy a hacer partícipes de un hecho estremecedor. Han vivido ustedes ajenos al peligro durante veinticuatro meses. Síntesis de la noticia. Hace dos años Antonio Mingote y el que escribe declaramos la guerra a Irán. Ocurrió en el transcurso de nuestro habitual almuerzo semanal en el desaparecido «Club 31» de Madrid. Nos manifestamos indignados con Ahmadineyad y sus chulerías en la sede de las Naciones Unidas. Y muy especialmente con su proyecto de enriquecer uranio para poseer bombas nucleares. Le recordé a Antonio que en la década de los cincuenta del pasado siglo, «La Codorniz» le declaró la guerra a Inglaterra por el contencioso de Gibraltar. Su director, Álvaro de Laiglesia, dibujantes y colaboradores se fotografiaban uniformados de soldados de entresiglos ante los establecimientos madrileños con reminiscencias británicas. «El Corte Inglés», las «Pañerías Inglesas» y El Instituto Británico, principalmente. La guerra no salió bien porque Inglaterra no respondió a la bélica declaración, y no nos devolvieron Gibraltar, que era el único objetivo. Pero aquellos héroes de «La Codorniz» nos demostraron a todos que una iniciativa civil puede prosperar por encima de los intereses diplomáticos.

Le propuse a Antonio declarar la guerra a Irán. Me miró con escepticismo –era escéptico con exageración–, y aceptó mi propuesta. Sólo me puso una condición. Que fuera yo quien me encargara de declarar la guerra a Irán porque a él esas cosas le daban bastante corte. Asentí con contundencia. Otros comensales disfrutaban del gran servicio del local ignorantes de lo que se les podía venir encima. Conseguimos el número de la centralita de la embajada iraní, y respondió a nuestra llamada una voz masculina de muy limitada amabilidad. «Oiga bien que no se lo voy a repetir. Don Antonio Mingote, coronel del Ejército en la nevera total, y el que les habla, Alfonso Ussía, cabo primero en la reserva del Ejército de Tierra, les declaramos la guerra». La voz masculina de muy limitada amabilidad dijo no haber entendido bien. «Que les hemos declarado la guerra. A partir de ahora, dejaremos de veranear en nuestros chalés adosados de Teherán, sólo comeremos caviar ruso, y haremos lo que esté en nuestras posibilidades de influencia y acción para que no consigan la bomba atómica». Antonio, animado, me pidió el móvil, y sin que le temblara un ápice la voz, redondeó con inusual crudeza la declaración: «Y dígale al embajador, que no sabemos cómo se llama ni nos importa, que si en algún acto social coincide con nosotros, le mancharemos el traje derramando en sus hombreras una taza de café. Adiós».

Antonio, que ya padecía el desasosiego del mal que se lo llevó unos meses más tarde, se sintió bien, liberado, más animado que nunca. Había pedido de plato un panaché de verduras, y lo cambió inmediatamente por unos huevos revueltos con patatas y jamón. Renovó su copa de vino, y brindamos por el buen fin de la guerra que acabábamos de declarar a una potencia como Irán.

«Tienen que estar temblando», remachó en sus figuraciones.

¿A cuento de qué viene ahora esta historia?, se preguntarán ustedes. Viene a cuento de mi desahogo y responsabilidad. Me angustiaba, ya Antonio en otras nubes, ser la única persona que sabía de esta guerra declarada. No es fácil andar por la vida sabiendo que Irán y España, por iniciativa de dos ciudadanos, están en guerra. Y como últimamente, y más inmediatos que los iraníes, hay españoles que se están poniendo muy pesaditos, les recomiendo que pongan sus barbas a remojar. Que no está el horno para bollos.