Antonio Mingote

El blanco derroche Alfonso Ussía

La Razón
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La Comunión es un Sacramento. La primera Comunión es la administración primera de dicho Sacramento a un cristiano. Comulgar, para los creyentes, es recibir la Sagrada Comunión, el Cuerpo de Cristo. Muchos no creyentes, no obstante, celebran «la Comunión» de sus hijos porque así lo dictan las modas sociales. Días atrás, en uno de esos horribles concursos que las cadenas de televisión producen, una concursante reconoció el motivo de su presencia en el plató: «Es que me vendrían muy bien esos 10.000 euros para la "Comunión"de mi niña». Caray con la madre y caray con la pobre niña, que no tiene culpa de nada, pero caray también. La gran fiesta de una primera Comunión no es otra que la recepción del Sacramento. Lo demás son fruslerías y obligaciones sociales. Esos padres que se gastan lo que no tienen en la «Comunión» de sus hijos, no vuelven a acordarse de la Sagrada Comunión en toda su vida. Pero han quedado muy bien organizando una comida con doscientos invitados, vistiendo de ángel a la niña o de marinero al niño –los hay que aparecen con uniformes de almirante–, los regalos, los juegos, el guiñol, los payasos, y generalmente, las intoxicaciones y nocturnas colitis.

El laicismo imperante ha inducido a la culminación de situaciones ridículas. Nos lo narraba, allá por los años ochenta, un juez de distrito a José María Stampa, Antonio Mingote y este servidor durante una ruidosa comida. En el piso de arriba del comedor del restaurante, se celebraba una «Comunión» multitudinaria, y surgió la anécdota. «Se presentó un matrimonio con una niña vestida de blanco en mi Juzgado. No eran creyentes, pero querían que su hija hiciera la primera Comunión por lo civil. Cuando les expliqué que ello era imposible y que no estaba de mi mano darle a su niña la primera Comunión por lo civil, me llamaron «fascista».

Es posible que me ponga un tanto tostón con mis ayeres, que son memoria pero no nostalgia. La primera Comunión era –y es–, una celebración religiosa. Para un católico es muy importante recibir por primera vez a Jesucristo. Y después se organizaba un desayuno, caía algún regalo y la vida seguía. En mi casa, éramos ocho varones, y el traje de marinero pasó de un hermano a otro sin ningún tipo de problemas. Y desayunábamos chocolate con churros y bollos, es decir, lo que peor le puede sentar a un niño. Como la sensación de tener a Jesús aún dentro era un hecho, en mi caso lamenté profundamente la faena que le estaba haciendo a Nuestro Señor pringando su cabeza de chocolate. La mía, fue una primera Comunión auténtica y alegre. Y en un momento dado, festiva. Mi familia se rió con mi torpeza al pronunciar la «s». «Renuncio a Zatanaz, a zuz pompaz y a zuz obraz»… y hasta el sacerdote en la risa, y yo tan serio.

Entre los menguantes «indignados» de la Puerta del Sol, en los días pasados, había de todo, curiosos incluidos. Un sobrino mío se disfrazó de marginal y hacia Sol se dirigió. Según me informó con gran sabiduría, en ese tipo de manifestaciones se liga bastante. Se hizo amigo de un grupo de «indignados» que pedían matrículas universitarias y viviendas gratuitas. Se sumó con entusiasmo a la petición. Dieron comienzo las asambleas, todas ellas interesantísimas, como es de suponer. Y en el momento álgido, el más «indignado» del grupete, le dijo a su tronca: «Me marcho, porque mi hermana me mata si no voy a la "comunión"de mi sobrina». Y se fue a la «comunión» de su sobrina, previo paso por la ducha y el cambio de ropa.
El blanco derroche, lo superfluo frente a lo fundamental.