Historia
Con los ojos cerrados
Muchas veces me he enfrentado incluso con mi familia más próxima porque quería evitar a toda costa que sus implicaciones sociales afectasen a mi independencia. El precio de esa pretensión ha sido un divorcio y la mitad de otro. Mi independencia ha permanecido casi intacta y no puedo quejarme por ello, aunque ha habido momentos en los que habría preferido no haberme alejado tanto, y otros –tal vez demasiados– en los que mi deliberada soledad se convirtió sin remedio en el síntoma de una preocupante patología. Conocí hace años en Compostela a una muchacha salmantina que estaba de paso en la ciudad y creí enamorarme de ella. Disfruté a su lado unos pocos días y recuerdo haber despertado con la piel de sus labios mordida entre mis dientes. La última vez que escupí la piel de sus besos, ella se había subido a un autobús sin avisarme y ya no estaba aquí. Comprendí entonces que la soledad que me había puesto en contacto con aquella mujer no era en absoluto la misma con la que me encontraba al producirse su ausencia. Ésa fue una de las razones que me indujeron a procurar con desesperación y angustia la ayuda del psiquiatra. Me preguntaba –y aún a veces me lo pregunto ahora– si el de la soledad es realmente un derecho o un castigo. Nunca me preocupó demasiado conseguir el apoyo de la gente más allá de que alguien pudiese aplaudirme con ciertas reservas y con las manos en los bolsillos, pero, sinceramente, ahora veo la vida de otro modo y a veces me pregunto cómo me sentiría si en el momento de la agonía sólo se sentase a los pies de mi cama la silueta sobria y circunspecta de mi conciencia. Nunca supe con certeza qué clase de sentimientos desperté hace tantos años en aquella muchacha salmantina. Me consuela recordar que a los pocos días de haberse subido en Compostela al autobús que la alejó de mi vida para siempre, recibí en el periódico una carta suya en la que me prometía volver. No era que hubiese reconsiderado sus sentimientos y decidiese devolver a mis dientes la conmemorativa piel de sus labios. Lo que le movió a escribirme fue la certeza de que mi solitaria manera de entender la vida le había infundido la sospecha de que en el momento de mi muerte ni siquiera tendría cerca a alguien cuya mano cerrase al tacto mis ojos. Con el paso de los años apenas ha cambiado mi idea de la soledad y sigo siendo un tipo independiente. Pero ahora, muchacho, ahora sé que si me quedase dormido en la autopista al volante del coche, lamentaría muy en serio que el cabronazo de Dios me hubiese dejado morir con los ojos cerrados.
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