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El «viejo león» por Pilar Ferrer
La tarde del 23 de septiembre de 1976, tras un almuerzo en casa de José María de Areilza, tomó la decisión: fundar Alianza Popular, una federación de fuerzas de derecha, partidarias de una democracia de corte europeo. Soñaba el ex ministro de la Gobernación con Franco, con un partido que frenara el avance socialista, y así forjó el clan de los llamados «Siete Magníficos», nombres todos ellos de la derecha más conservadora. Laureano, Licinio, Federico Silva, López Bravo, Fernández de la Mora y otros tantos que procedentes del Régimen aspiraban, sin embargo, a un cambio democrático «con Ley y autoridad». Las elecciones de 1977 les dieron un varapalo, ante la contundente victoria de un joven «cachorro» del Movimiento, Adolfo Suárez. Fue entonces cuando en el antiguo bar de las Cortes, el sagaz Pío Cabanillas se lo dijo: «Manolo, para llegar al poder hay que hacer otra cosa».
Y Fraga a ello se dedicó en cuerpo y alma. Fue uno de los «Padres» de la Constitución en representación de AP, se mostró proclive al consenso hasta llegar a presentar al comunista Santiago Carrillo en el Club Siglo XXI, inició una travesía del desierto, bajo un perfil más moderado y centrista, con Areilza y Alfonso Osorio, y empezó a ejercer de «gran patrón» con varios escuderos: Jorge Verstrynge, Alberto Ruiz-Gallardón, Antonio Hernández Mancha y, sobre todo, José María Aznar. Una noche, en una cena en un restaurante madrileño en la que yo me encontraba con algunas compañeras periodistas, Manuel fraga nos vaticinó la «bellísima sorpresa» para su sucesión: Isabel Tocino. Aquello provocó el viaje relámpago a Perbes de los llamados «Cuatro Jinetes del Apocalipsis»: Juan José Lucas, Álvarez Cascos, Federico Trillo y Rodrigo Rato. Todos ellos le convencen de que el hombre para liderar la derecha española es sólo uno: José María Aznar. Será su gran delfín.
Y ahí empieza la verdadera historia del camino hacia el poder. La transformación de AP en un Partido Popular muy diferente. La liquidación de la «vieja guardia», las cabezas conservadoras al exilio. La refundación del partido, liderada por Aznar, ofrece nuevos rostros. Algunos, de la extinta AP, como Paco Cascos y Gallardón. Otros, de la emergente UCD, como Lucas, Arenas o Zaplana. Y también de su tierra gallega, como Mariano Rajoy, a quien el astuto Pío Cabanillas había definido bien: es listo, callado y será un buen gallego en la corte castellana. El equipo se completaba con la vena democristiana, encabezada por un joven vasco, de pedigrí: Jaime Mayor Oreja.
La biografía de Manuel Fraga no cabe en un libro. Es, ante todo, un servidor del Estado. Ministro, diplomático, embajador y fundador del partido que hoy gobierna en España. De carácter inflamable, era capaz de saludar a su querida esposa, Carmen, en una campaña electoral, sin conocerla, llevado por el fragor de un mitin. De erigirse furibundo en su escaño la noche del 23-F a los gritos de «O a mí me disparan, o me marcho». De compartir desayunos, a las ocho en punto de la mañana, con un grupo de mujeres periodistas a las que llamaba «las señoras del Congreso». De sus cenas, con la habitual «queimada», que hacía como nadie. Y de llegar a la Presidencia de la Xunta de Galicia con una frase: «Aquí viene un joven de setenta años». Fiel a su estilo, inagotable, siempre con su sempiterno: «Mi querido amigo», Manuel Fraga lo ha sido todo en política. Su agenda repleta y sus exabruptos no exentos de ternura configuran al gran «patrón». A quien tanto gusta comer unos grelos en la mítica calle del Franco, en Santiago de Compostela. O un «quesillo» en casa de la tía Amadora, en su aldea natal, Villalba. Como un incansable, fundador, «viejo león» de la derecha española.
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