Iglesia Católica
Esperar en Dios
Quién sabe qué nos deparará el futuro?, ¿qué mundo van a vivir nuestros hijos?, ¿cómo resultará el proyecto pensado?, ¿nos llegará el dinero para tener esto o aquello? Son preguntas constantes y recurrentes en toda época histórica y en toda edad. En realidad todos los hombres, a excepción de los desesperados y los indiferentes (antiguos «pasotas»), poseen esperanzas, aunque reducidas muchas veces a meras expectativas de futuro inmediato: encontrar trabajo, aprobar curso, disponer de suficiencia económica, realizar los proyectos que pienso me van a hacer feliz, encontrar y mantener el amor, el mismo hecho de la posibilidad de la alternancia democrática... En el fondo, toda crisis es crisis de esperanza. Y todo cambio radical es cambio de esperanza. Así pues, el termómetro que indica la temperatura emocional de una persona o de un pueblo es si vive «esperanzado». Muy distinta es la «ilusión», que tantas veces hace honor a la raíz etimológica y nos convierte en ilusos, soñadores instalados en una nube.
La «esperanza» es el centro de la reflexión cristiana que desde la liturgia de la Palabra se nos propone en este domingo. Desde la esperanza es reconsiderada la «fe» y es posible, efectiva y operante la «caridad». Con una promesa caminó Abraham sin saber adónde iba, pero consciente de que el Señor conducía su camino. El cristiano que espera, se apoya en las promesas de Dios realizadas en Jesucristo. No construye la esperanza desde sus propias convicciones y seguridades, desde su saber y entender, ni deduce la esperanza del concepto o la idea de Dios, sino de las lecciones de Dios en la historia, y de la persona y la obra de Jesucristo, y más concretamente de su muerte y resurrección. La esperanza, pues, es un don de Dios.
El evangelio de hoy, en continuidad con la parábola del rico necio del domingo pasado, insiste en una serie de recomendaciones saludables para nosotros. Frente a la inseguridad en todos los órdenes -trabajo, economía, futuro, en las calles, en las casas, y hasta en las propias personas y sus fidelidades-, inseguridad que crea mecanismos de defensa y actitudes de hostilidad, recelo o juicio frente a los otros, hoy la liturgia nos habla de la «seguridad del creyente», y nos invita a la esperanza, a la confianza y a la vigilia permanente: «No temas, pequeño rebaño… Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echan a perder, y un tesoro inagotable en el cielo… porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón… Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas… dichosos los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela…».
Este modo de vivir es extraño a nuestros contemporáneos, pero da veracidad y validez a nuestra fe. Ésta es nuestra tarea, y el mejor servicio que podemos prestar a los hombres de hoy: ser testigos de una «Vida nueva».
*Capellán de la UCAM
✕
Accede a tu cuenta para comentar