Granada
Filippo Lippi amores entre claustros
El pintor sedujo a Lucrezia Buti, una monja que terminaría siendo su esposa gracias a una licencia papal
El Renacimiento redescubrió a las mujeres, que eran las olvidadas de la Edad Media. A pesar de las inquisiciones, los Savonarola y el catacumenismo del tropiezo adánico, las mujeres dejaron de ser piedra labrada, románico, y reaparecieron como unos seres erotizados, sensuales, entallados de suertes, presagios y tentaciones múltiples que en ese siglo del antropocentrismo no representaban más que el desprendimiento de unas maneras, unos códigos. El arte, cuando aún era sinónimo de ruptura y eso, arrancó a sus figuras de las filacterias de la religión, de las predelas catedralicias, de esa cosa ojival y gotizante que habían heredado de las vírgenes conventuales, y las hizo más humanas, más hoy, quitándoles ya esa mística del sayal y el cilicio. Mientras, en España, los Reyes eran muy católicos y andaban empeñados en echar al moro de Granada y conquistar las Indias con tres carabelas o lo que fueran, los italianos se desprendieron del pudor y el apocamiento, y nos devolvieron el consuelo de unas criaturas de carne y hueso con esa cinematografía del óleo que era el Quattrocento.
Los artistas habían emprendido una búsqueda que no era otra que la de la anatomía de la humanidad, la voluntad de lo corpóreo, y retrataron a las amantes, esposas y otras ocasionales de sus mecenas como si fueran diosas, santas o así. Nos entregaron de esa manera como un «Vogue» de época, un éxtasis de jóvenes delicadas, pálidas y lóbregas, porque la tristeza siempre ha tenido una hermosura remota, lejana, imperecedera (todas fallecían pronto como para que lo pictórico las inmortalizara). Botticelli nos dio su diorama de «la bella» Simonetta Vespucci en «La Primavera» y otras telas; Ghirlandaio a Giovanna Tornabuoni, que ahora tiene exposición de en el Thyssen; Leonardo Da Vinci a Cecilia Galleriani en «La dama del armiño» y a Lucrezia Crivelli en «La belle Ferroníère» y Fray Filippo Lippi, que era como el «Don Manuel bueno y mártir» de Miguel de Unamuno, un fraile sin fe, retrató para sus vírgenes a Lucrezia Buti, una monja de 21 años a la que sedujo y raptó en mayo de 1456. Fue el escandalazo, como lo de Estefanía de Monaco con el guardaespaldas o el domador de leones pero en el siglo XV. Lippi, que era el capellán del convento, la dejó embarazada de un niño que después sería el gran pintor Filippino Lippi. El Papa les daría dispensa para que pudieran casarse. Vasari, que glosó a todos esos maestros, refiere: «Vivió honradamente de sus esfuerzos, y despilfarró mucho dinero, sobre todo en asuntos amorosos, de los que disfrutó continuamente mientras vivió y hasta su muerte». El monje, conocido por su inclinación, dio para más de un chascarrillo: «Siendo él tan proclive a sus amores, algunos parientes de la mujer que amó lo mandaron envenenar».
La dispensa del artista
Unas letras lo dicen en su tumba: «Yo, Filippo, gloria de la pintura, estoy aquí enterrado; nadie ignora la admirable gracia de mi mano. Con mis dedos conseguí dar vida a colores llenos de arte; y engañar mucho tiempo a la gente esperando oír una voz». Eran buenos tiempos para el arte, cuando los pecados, faltas y desplantes de los maestros se consideraban caprichos de genio. Los mecenas se los consentían y los Papas también, si el artista era bueno. Filippo Lippi demostró tanto talento para la pintura como para conquistar a las damas. Y una cosa no era obstáculo para la otra, debieron considerar, mientras de su talento continuaran saliendo tablas como aquellas.
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