Berlín
A un lado Asia al otro Europa
La cultura tenía desde el principio amplio lugar en nuestros proyectos; no se puede visitar la cuna de la civilización sin asomarse a conocer sus restos. Porque a veces son solamente restos y en ocasiones recuerdos lejanos.
Nuestro turismo dio comienzo en Éfeso. Si surcábamos las olas en una goleta para huir de las aglomeraciones, erramos el objetivo; en la que fue más importante ciudad de Asia se habían dado cita un enjambre de asiáticos de ojos rasgados y todas las nacionalidades europeas en pantalón corto y con sospechosas camisetas.
¡Ay! Las ruinas, para que sean evocadoras, hay que vivirlas en soledad, y éstas, que conservan tanto del antiguo lujo –fachadas, estatuas, mosaicos y bajorrelieves– podrían haber sido muy evocadoras. Aún se contemplan dos teatros y el famoso templo jónico de Diana, una de las siete maravillas del mundo, pero de la que sólo queda el basamento, poca cosa incluso para el más ensoñador de los arquitectos. Algunas columnas, obsequio de Creso, el rico entre los ricos, adornan Santa Sofía.
En cambio, trasponiendo el monte que señorea Éfeso, acogida entre pinares y olivos centenarios, nos emocionó la que la tradición respeta como vivienda de la Virgen María: minúscula, con fábrica de ladrillo y piedra mal labrada, conmueve que acogiera a la persona humana más importante que ha habido y habrá. Toda una meditación.
En Kusadasi, donde estábamos atracados, cenamos mariscos y peces bien sazonados con la iluminación de la ciudad reflejándose en la bahía mientras arribaban barcas de pescadores cargadas de mejillones.
Pérgamo fue la siguiente escala: visitamos sin empujones la acrópolis que corona el cerro donde se asentó la ciudad, pero no pudimos ver su joya más preciada, el altar de Júpiter, que se lo llevó la rapiña alemana a Berlín. El teatro se desliza sobre una empinada ladera, posiblemente buscando la acústica de todos los que construyeron griegos y romanos, pero en éste, a los aficionados les estaba vedado padecer vértigo.
Estas navegaciones fueron saltos de rana y casi todas nocturnas excepto cuando atravesamos los Dardanelos. Es un estrecho angosto, demasiado si tocaba cruzarse con los inmensos porta-contenedores, que se elevan como rascacielos sobre el nivel del mar, y se navega en poco más que una chalupa. Hubiera preferido, con el tremendo tráfico marítimo que lo atraviesa, estar, por lo menos, a bordo del «Forester».
Troya se encuentra entre las ruinas más ruinosas, queda el otero sobre el que se fundó, unos cuantos sillares y absolutamente nada más. Para ofrecer algo al desconcertado turista han recreado, al estilo Disney, un caballo de madera de unos 10 metros de altura. A Mireya le pareció muy indicado para que los niños se hicieran una foto metidos dentro, pero a los adultos no nos justificaba venir desde tan lejos.
El almuerzo tampoco colaboró a levantar el ánimo: el menú se basaba en borrego aderezado de varias maneras sin conseguir disimular en ninguna de ellas el sabor a sebo. Comida penitencial.
Todo cambió al arribar a Estambul. Es uno de los pocos lugares en el mundo donde la realidad supera a la imaginación y en el que la naturaleza se funde armoniosamente con la obra del hombre; como todo lo verdaderamente bello, impresiona aún sin el impacto de la novedad.
Disfrutamos, además, de una luz difusa y muy blanca que resaltaba la arquitectura de cúpulas y minaretes brindando en todo momento aspectos diferentes. Una curiosidad: el nombre de Estambul viene de los tiempos de Bizancio y es la expresión distorsionada de la frase «subir a la ciudad», istan polis.
Renunciamos a conocer las 2.441 mezquitas y nos centramos en Santa Sofía, cuyas dimensiones solo se aprecian desde el interior, la recoleta y bellísima mezquita azul, la borrachera de luz de las joyas de Topkapi y la misteriosa cisterna de Justiniano.
También visitamos Dolma-Bagtché, el palacio nuevo de los Sultanes: situado a orillas del Bósforo y construido al gusto de la época Napoleón III con su gran escalera de dos rampas, inmensos candelabros de plata cincelada, y cristal de Bohemia y oro por todos lados. Verdaderamente pompier, pero de capitán de bomberos. Lleno de colorido y de brillo oriental, es la sublimación del peluche y, para mí, constituye el monumento mundial a la Belle Époque.
Nuestro recorrido turístico acabó en el zoco: laberinto de calles techadas y lleno de comercios que ofrece toda la mercadería oriental con calidad mediana, más con el exotismo deseado y bullendo de animación.
Rematamos el viaje cenando en un restaurante sobre la costa asiática del Bósforo, a donde llegamos y volvimos en una motora que tienen para servicio de sus clientes. Estupenda comida a base de pescado y preciosas vistas de este lugar único: con el crepúsculo a la ida y la ciudad brillando iluminada al regreso.
En nuestros asientos del avión de vuelta, Mireya me confesó:
«Un éxito, pero si queremos intimidad, menos amigos y más gente».
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