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Nueva York

La guerra no ha terminado

Así es el Walter Reed Army Medical Center, donde tratan las amputaciones de los soldados de las guerras de Irak y Afganistán

Los heridos tienen que acostumbrarse a sus nuevas piernas y brazos
Los heridos tienen que acostumbrarse a sus nuevas piernas y brazoslarazon

El mejor día de Andrew Peden, de 28 años, de todos los que lleva en el hospital de veteranos Walter Reed Army Medical Center, sucedió cuando estaba fuera del centro. «Tuve que ir a casa, el 28 de abril, porque el día antes había nacido mi niña. Se llama Elisabeth Grace y pude ir a verla. Es preciosa», contesta con la cara iluminada al lado de una de las salas de rehabilitación del considerado buque insignia de los centros médicos del Ejército estadounidense. Tiene cualquiera de los aparatos de un gimnasio. Pero las personas que los utilizan son veteranos de Afganistán e Irak que en su mayoría han perdido una o dos piernas o brazos en el frente.


Este soldado de Infantería habla de las fechas más determinantes de su vida con firmeza, pero sin aspavientos: 24 de marzo, día en que una bomba casera le voló el pie izquierdo; 28 de marzo, cuando llegó al Walter Reed Medical Center; 27 de abril, cuando nació su hija y Navidad, fecha en la que piensa salir del hospital. Dice que está bien cuando se le pregunta y asiente con convicción con la cabeza. Parece que intenta convencerse a sí mismo de que todos los problemas se van a resolver. Está tranquilo y sólo se pone nervioso por las preguntas del periodista. Tiene el pelo y los ojos claros y todavía cicatrices en la pierna derecha de cuando le hirieron en el distrito de Zhari en la provincia de Kandahar, el santuario de los talibán. Lo que más destaca, sin embargo, es lo que no tiene: su pierna izquierda. «Estaba alrededor de 20 kilómetros al suroeste de la ciudad de Kandahar. Y pisé una bomba casera. Me voló el pie y luego me tuvieron que amputar hasta la rodilla. Después de que la bomba detonase, hubo un intercambio de disparos durante unos diez o quince minutos. Y luego me evacuaron», explica de forma calmada. Incluso se quita la prótesis durante un momento de la conversación para enseñar cómo funciona. «Convencer a tu mente de que la prótesis está ahí, mantener el equilibrio y andar es lo más difícil de todo. Tienes que volver a confiar en tu cuerpo. Lo único que no puedo hacer en este momento es correr. Pero mis caderas y mi tobillo derecho están ya bastante fuertes. Ya puedo caminar». Son sus pequeños grandes triunfos.

Por fuera, el hospital, que visitó Obama antes de su discurso de esta semana, no llama la atención, pero cuando se cruza la puerta principal es como si se hubiese detenido el tiempo. El coronel Van Coots admite que tiene casi 300 camas, 30 admisiones diarias y la mejor tecnología y equipo al servicio de los heridos en batalla. La sensación de normalidad sólo dura algunos segundos. De repente, se cruza un soldado que pone cara, sonrisa, sueños y familia destrozados a las estadísticas del Pentágono de militares heridos en combate. Más de 4.700 caídos y casi 32.000 heridos en Irak, en la guerra que empezó en marzo de 2003. Casi 2.000 muertos y más de 6.700 heridos en Afganistán, que dio comienzo en octubre de 2001. Se mueven en silla de ruedas. En el mejor de los casos se ve que les falta un brazo. Pero también una pierna. Hay algunos que han perdido las dos. Sus cuerpos terminan a la altura de sus ingles. Hay algunos a los que les faltan los cuatro miembros. Todos son muy jóvenes, demasiado.


Comandante Walter Reed
Lo peor es el rostro de los padres en el ala del Centro de Entrenamiento Avanzado, donde tiene lugar el encuentro con Andrew Peden. Van detrás de sus hijos sujetando la documentación que los jóvenes ya no pueden sostener: sus manos están ocupadas asiendo sus muletas. Tienen la cara desencajada, sonríen. Se cambiarían por sus hijos.

Este centro es como una ciudad en miniatura. Ubicado en una extensión de 113 acres (457.000 metros cuadrados), recibe su nombre del comandante Walter Reed (1851-1902), físico del Ejército al frente del equipo que confirmó que la fiebre amarilla se transmite a través de los mosquitos. Abrió sus puertas en 1909. El coronel Van Coots hace hincapié en la calidad del tratamiento que reciben los guerreros. El policía militar Barry Brinker explica el uso de este término: «Es por respeto, lealtad, valor personal...». El centro está lleno de banderas estadounidenses y fotografías de ciudades como Las Vegas, y otros edificios emblemáticos del país cuelgan de las paredes. «Es para hacerles sentir bien –aclara la soldado Cindy McNaughton, del Centro de Transición del Guerrero–, que ya están a salvo, ya están en casa».

El coronel Van Coots habla, antes de que le pregunten, del escándalo. Le llama «la crisis de 2007». Fue cuando «The Washington Post» publicó una serie de artículos sobre la experiencia de soldados heridos y sus familias que puso de manifiesto la mala gestión de este centro. Los reportajes se centraron en el Edificio 18, fuera de las puertas principales de este puesto.


Cambio radical
El relato sobre un lugar lleno de cucarachas, problemas de seguridad, vendedores de droga y burócratas descuidados bastó para provocar la dimisión de varios militares e investigaciones del Congreso. El prestigio de las Fuerzas Armadas y el trato a los héroes que se sacrifican por mantener América segura quedó en entredicho.

Todo cambió. Ahora es un lugar en calma, lo más normal posible. El director de la Unidad de Heridas Traumáticas Cerebrales del centro, Louis French admite que «el término ‘‘normal'' es muy subjetivo aquí. Intentamos ayudarlos a que recuperen la mayoría de sus capacidades. Aquí, hay que diferenciar entre los que vienen del frente de batalla y los que ingresan de forma voluntaria (a consecuencia del estrés postraumático)». El soldado Oracio Castellana, de 34 años, admite que a él le costó reconocer que sufría este mal que no le dejaba tranquilo. «Es por el estigma», explica. No tuvo opción después de que una noche se encontrara en un hotel con su familia en una celebración de boda. Tras escuchar un ruido de una alarma, se levantó rápidamente preparado para entrar en combate. Aun así, le gustaría regresar al terreno de batalla para estar al lado de sus compañeros. Pero, como puede, ha optado por quedarse en el Walter Reed para ayudar a otros soldados.

Sorprende lo entero que está Andrew Peden. Es de la ciudad de Fort Wayne (Indiana). Viene de una familia de diez hermanos. Lleva cuatro años y medio en las Fuerzas Armadas. Era lo que siempre había querido hacer. Su padre sirvió en el Ejército, un hermano y una hermana también. Lo lleva en la sangre. Estos días intenta hacerse con la que es su segunda prótesis. «La primera es una barra. Para habituarte a caminar. Controlar el cuerpo. Y no es fácil».

Ha tenido mucha suerte. Su familia y sus amigos siempre han estado cerca para apoyarle. Sobre todo su madre. Andrew se fuerza a estar de buen humor. Sabe que, si no es así, se puede reflejar en su cuerpo. Y quiere estar en casa en Navidad. Su hija y su mujer le esperan en Colorado. Entonces, empezará para él una nueva vida. Le gustaría volver al frente, pero admite que no puede. Les ocurre a muchos soldados. Se sienten culpables porque no pueden estar al lado de sus compañeros de batalla. Aun así, casi 50 guerreros de los que han pasado por el Walter Reed han vuelto al frente de la guerra.

No es el caso de Andrew. «Tengo una carrera en Justicia Criminal. Podría trabajar en Inteligencia Militar», afirma sobre su futuro. Respecto al pasado, admite que «éste es mi segundo despliegue. El primero fue en Irak 07-08. Cualquiera que se mete en el Ejército, después del 11 de septiembre, siempre tiene esto en mente», termina señalando al vacío, donde debería estar su pierna.