Cristianismo
Un nuevo año de la fe por Cardenal Antonio CAÑIZARES
Nuestra gran tarea ahora –dice el Papa Benedicto XVI– consiste ante todo en sacar nuevamente a luz la prioridad de Dios
El Papa Benedicto XVI, hace unos días, ha convocado un nuevo «Año de la Fe»; una convocatoria semejante hizo el Papa Pablo VI poco después de ser clausurado el Concilio Vaticano II. Reavivar la fe de los creyentes, fortalecerla, ofrecerla y transmitirla a los que no creen o la tienen debilitada, es algo que urge y apremia. Creer o no creer es una cuestión decisiva: creer en Dios, creer en la vida eterna. Reconocer a Dios, adorarle y confiar en Él, esperar en la vida eterna inseparable de la fe, es determinante para el futuro de los hombres –de cada uno y de todos–: no da lo mismo creer que no creer para este futuro. Por eso, es necesario y apremiante, imprescindible, que la Iglesia, centrando por completo su vida entera en Dios, sólo en Dios, y obedeciendo a Dios, sea ante todo y sobre todo testigo de Dios vivo en nuestra sociedad y ante los hombres. La fe se propone, no se impone; se ofrece. Por ello, ante los graves desafíos del momento, la tarea y aportación principal de la Iglesia y de los cristianos, por servicio al hombre y a la sociedad, es avivar y cultivar la experiencia de Dios, reavivar su fe, entregar, dar a Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que su luz pueda brillar entre nosotros, para que haya espacio para su presencia, pues allí donde está Dios nuestra vida resulta luminosa incluso en las fatigas y dolores de nuestra existencia. Suscitar, transmitir y alimentar la fe es algo básico.
Es preciso llegar al convencimiento de que la Iglesia existe para que Dios, el Dios vivo, sea dado a conocer, para que el hombre pueda vivir con Dios y ante su mirada y en comunión con Él. Y esto, es decir la fe, no es alienación; sino todo lo contrario: es darle todo el realismo que entraña y toda la fuerza de vida, de salvación, de verdad que libera y hace nacer y crecer el amor y el servicio al hombre, abrir la esperanza del hombre, cuya mirada no está para mirar miopemente lo inmediato del presente sino con una mirada larga que mira a lo lejos, al futuro decisivo. En todo momento histórico, somos testigos de excepción en España, el encuentro con Dios, con su Palabra siempre nueva del Evangelio, ha sido fuente de vida, de civilización, ha enriquecido y humanizado el tejido social de nuestra ciudad terrena, expresándose en la cultura, en las artes, en miles formas de caridad evangélica y de servicio al hombre.
La Iglesia existe para hacer habitable la tierra a la luz de Dios y en la presencia y compañía de su amor en favor de los hombres a los que tanto ha amado y ama y promete vida eterna. La Iglesia no existe para sí misma. Para la Iglesia nunca –y menos en situaciones difíciles y críticas de los pueblos– se trata sólo de mantener su existencia, mucho menos tener poder o privilegios, obtener aplausos o dominio impositivo sobre conciencias, ni tampoco de aumentar o extender su propia duración. No se parece a una institución que quiere mantenerse a flote en circunstancias adversas. La Iglesia existe porque es de Dios y para Dios, para dar testimonio de Dios y llevar a los hombres a Él, fuente de libertad, fundamento de su verdad, razón última de su ser, de su actuar, de su desear y esperar. Cuando vive de Dios y para Dios, se asienta en la adoración, en la plegaria, en la confianza, en dar gloria a Dios, y toda ella da testimonio de Dios, entonces es, en toda su fuerza, servidora de los hombres, –que es lo único que debe moverla y animarla–, y contribuye así a hacer surgir una humanidad nueva, hecha de hombres nuevos, una nueva civilización del amor y una nueva cultura de la vida, hombres que esperan en la promesa de Dios y se sienten llamados, por esta esperanza, a transformar nuestro mundo y el tejido y realidad social conforme a su voluntad, que siempre es el bien del hombre.
La Iglesia, hoy y siempre, particularmente en estos momentos cruciales de la humanidad y de España, para ofrecer su ineludible ayuda precisamente, está llamada a ser el espacio en el que se crea y confíe en Dios firmemente, se adore a Dios y se honre su santo Nombre ante los hombres con sus consecuencias morales y sociales, y contribuya positivamente a acercar la vida humana al Reino de Dios, Reino de paz, de verdad, de justicia, de libertad y de amor. Sin separarse de la historia y sin confundirse con ella, formando parte del mundo y sin conformarse con él, formando parte solidaria de la sociedad y no dejándose asimilar por nada ni por nadie, postrándose siempre y en todo momento ante Dios de quien viene todo don y esperanza. La Iglesia ha de sobrevivir hoy más que nunca, porque su desaparición, reducción o debilitamiento conduciría al torbellino del eclipse de Dios, de la disolución de la fe y de la consecuente destrucción de lo humano.
La Iglesia vive una hora de responsabilidad histórica. Por eso, sólo se devolverá a la Iglesia toda su vitalidad y razón, toda su capacidad de servicio, humanización y esperanza, si se ve sumergida en la experiencia de fe, en la experiencia teologal, en la experiencia de Dios, si vive de la fe, si volvemos a Dios, y si se le devuelve a Dios el lugar vital y central que le corresponde en el corazón, en el pensamiento y en la vida del hombre. «Nuestra gran tarea ahora –dice el Papa– consiste ante todo en sacar nuevamente a luz la prioridad de Dios. Hoy lo importante es que se vea de nuevo que Dios existe, que Dios nos incumbe y que Él nos responde. Y que, a la inversa, si Dios desaparece por más ilustradas que sean las demás cosas, el hombre pierde su dignidad y su auténtica humanidad, con lo cual se derrumba lo esencial. Por eso, hoy debemos colocar, como nuevo acento, la prioridad de la pregunta sobre Dios, la realidad de Dios, que origina y fundamenta la fe. Viendo en toda su hondura y compartiendo el dramatismo de nuestro tiempo y la situación en la que el mundo y España se hallan sumergidos, la Iglesia, con renovado vigor, firme convicción y sin derrotismo alguno, ha de seguir sosteniendo en este momento histórico «la palabra de Dios como la palabra decisiva y dar al mismo tiempo al cristianismo aquella sencillez y profundidad sin la cual no puede actuar» (Benedicto XVI), ha de seguir sosteniendo y asentándose en la fe para transmitirla y que los hombres crean. La Iglesia, atenta a tantas indigencias, carencias, pobrezas, quiebras humanas, heridas y sufrimientos de los hombres, no puede dejar de estar atenta a la carencia e indigencia fundamental, su herida más letal, que es la ausencia o el eclipse de Dios entre los hombres y de la fe, y acudir a ellos ofreciendo la ayuda necesaria e inaplazable de Dios mismo en toda su realidad y amor, traer, entregar, como Jesús, a Dios: vivir, confesar, proclamar y transmitir la fe.
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