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Soñar con hambre
Que la política está en poder del dinero no es algo que necesite mucha demostración. El intercambio de personajes entre las entidades financieras y la Administración es evidente y constituye casi una costumbre tan arraigada como el carnaval. En esas condiciones es impensable que cualquier Gobierno se tome en serio la promesa de poner en su sitio a los grandes poderes económicos, porque sus instancias decisorias suelen estar emparentadas. Puede que el dinero no sea en sí mismo sensato, pero desde luego lleva siempre la razón. Lo curioso es que el dinero de los ricos de donde viene es casi siempre de la clase media, del pequeño ahorrador al que el banco suele denegarle el crédito para salir adelante. Cualquiera puede darse cuenta de los exigentes requisitos que se le piden en el banco al solicitante de un préstamo. Es surrealista: al cliente se le exige un nivel de solvencia tan alto, que para que le concedan un préstamo tendrá que demostrar que no lo necesita. Por otra parte, uno tiene la impresión de que atracar un banco para sobrevivir está menos castigado que dar por impagado un préstamo, de modo que el crimen empieza a resultar más atractivo que la insolvencia. Supongo que miles de españoles se lo estarán pensando y no tardarán en decidirse. Creerán, y no sin razón, que la defensa de la dignidad pasa a veces por ceder a la tentación de la indecencia. Millones de ciudadanos salen cada día a la calle con la disimulada esperanza de encontrar trabajo y regresan luego a sus casas fingiendo haber perdido el apetito, pensando en que a sus hijos no les remuerda la conciencia por la natural flaqueza de haber comido. A los políticos les gusta alentar los sueños del pueblo. Algún día caerán en la cuenta de que no ha habido jamás un solo pueblo capaz de soñar con hambre.
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