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A contracorriente por Juan Carlos Pérez de la Fuente

La Razón
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Dos personalidades grandes del teatro se nos han ido en pocos días, Juan Luis Galiardo y Pérez Puig. ¡Qué ironía! Gustavo era un hombre de teatro total, productor, realizador de televisión y director, sólido y de una pieza. Siempre he dicho que con él no valían medias tintas: o le querías o podías llegar a odiarle en algunos momentos porque era una persona que no cambiaba de opinión. Deja varias páginas muy importantes en la escena española, pero para mí, la fundamental fue hacerse un hueco en esas épocas tan difíciles para estrenar a Mihura y «Tres sombreros de copa». Fue un luchador con una intuición muy particular para el escenario. Donde ponía el ojo ponía la bala. Sabía bien lo que le gustaba al público. Aunque éramos muy distintos en la forma de concebir el hecho escénico, siempre he sentido un profundo respeto por él. A veces discutíamos porque yo le llamaba y le decía: «Oye, Gustavo, que me dicen que me pones verde», siempre en plan de broma. Y él, con ese humor que le ha caracterizado hasta el final, me contestaba: «Por lo menos hace dos meses que no te insulto». También le tranquilizaba, cuando se preocupaba por la generación que empujaba detrás de él: «Que nosotros no venimos a quitar nada, sino a sumar. Vosotros tenéis ya vuestro lugar en el teatro español». Se ha muerto un hombre de una pieza, pues como José Tamayo, es una de las personas que han escrito la historia del siglo XX en el teatro español.

Él sabía lo que le gustaba al público y eso resulta bastante difícil. Le pese a quien le pese, el teatro existe porque se va a él. Todos queremos agradar al espectador, no gustarle a cualquier precio, y él poseía un especial instinto, una intuición. Y una especialidad: dirigir como nadie a grandes del 27 como López Rubio y Jardiel. En una España tan particular tenemos que deberle a él que nos descubriera a Jardiel y a esa generación maravillosa que surgió alrededor de «La Codorniz». No se puede dirigir a esos autores desde lo puramente racional del ser, sino con un punto de vista que, sin caer en el surrealismo, disfrute de un humor particular. Y él supo hacerlo, porque el suyo era un humor corrosivo, un humor murciano. Yo le decía muchas veces que por un chiste era capaz de vender su alma al diablo. En una conversación era capaz de meter uno a toda costa. El teatro es conflicto y hay gente como Pérez Puig que se ha hecho un nombre por el buen teatro y por no dar su brazo a torcer. Son grandes caracteres, políticamente incorrectos, y eso, en España, tiene un precio. Es una lástima que los homenajes lleguen tarde. Me pasó con José Tamayo. Me dolió profundamente que muriera sin poder ver el tributo que se hubiera merecido en vida. A los directores jóvenes les digo siempre que no se trata de que les guste a ellos o no, sino de que es un oficio difícil en un país cainita. Y hay que tener respeto por los que han abierto camino antes que tú. No sé por qué nos cuesta tanto reconocer que la veteranía es un grado y Gustavo Pérez Puig era el veterano por antonomasia.