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Honrada ambición

La Razón
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Imagino que en estos tiempos que vivimos, muchos se preguntan si la ambición puede realmente ser honrada. Nuestra Academia de la Lengua la define como «deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama».

Este deseo ardiente parece más propio de la literatura amorosa, pero el concepto está claro, forma parte de nuestra vida y debería tener –claros y definidos– sus límites.

Las Reales Ordenanzas que nos legó el buen Rey Carlos III ya hablaban de la «honrada ambición», concepto que fue recogido en las actualizadas por Ley en 1978 que la asociaban (Artº 31) con la «abnegación, el amor al servicio y el constante deseo de ser empleado en las ocasiones de mayor riesgo y fatiga». Y señalaban –sabias– sus límites (Artº 36) al concretar que «subordinará la honrada ambición a la íntima satisfacción del deber cumplido, pues esta es la mayor recompensa a que puede aspirar un militar». Alguien teñido de ególatra ambición se empeñó en romper estas Ordenanzas y bajarlas de rango, pensando que un decreto podría romper la fuerza de nuestra unidad y bajar de rango nuestro sistema de valores.

Tenemos claros ejemplos de honrada ambición en nuestra vida diaria. Desde el jugador de fútbol que a costa de sacrificios y esfuerzos consigue jugar en Primera, hasta el padre o madre de familia que a cambio de muchas horas de trabajo consigue que sus hijos tengan mejor porvenir que el que tuvieron ellos.

Mañana, día de la Pascua Militar, festividad instituida precisamente por Carlos III para conmemorar la recuperación de Menorca, (que había sido –junto a Gibraltar– el precio pagado a Inglaterra por su participación en la Guerra de Sucesión), recordaremos a quienes con honrada ambición patrullan las aguas de Somalia o se adentran en la compleja ruta Lithium al noroeste de Afganistán. Por supuesto hay muchos más , con o sin uniforme, que callados, sufridos, responsables y eficaces, trabajan día a día por España en el mundo de la Seguridad y la Defensa. También valoran las Ordenanzas la fatiga, el tesón, el esfuerzo. No sólo el riesgo.

Pero el ser humano olvida con frecuencia los límites de la ambición. No en balde algunos emperadores romanos se hacían seguir por un esclavo que les recordaba sus limitaciones y debilidades. Constatamos cómo políticos, empresarios o ciudadanos se ofuscan ante el éxito y el aplauso y caen en las redes de la ambición desmesurada, que es como decir que se apuntan, más pronto o más tarde, al fracaso. Fracaso, porque incluso no llegan a medir los riesgos que asumen, los círculos a los que involucran, la sencilla felicidad que desprecian. Cervantes nos lo recuerda en su castellano viejo : «Pocas o ninguna vez se cumple con la ambición, que no sea con daño de tercero».
 
No saben ni intuyen, en síntesis, que las sociedades que idolatran fácilmente, de la misma forma desprecian, abandonan y cruelmente se vuelven justicieras, que no justas. Envueltos, más que rodeados, de aduladores, llegan a perder el norte del sentido común fascinados por el rumbo incierto de los números de una cuenta corriente o por la vana gloria de una condecoración o un ascenso no merecido.

En el lenguaje corriente se define como «trepa» a quien no conoce los límites de su propia ambición. Y el modelo es peligrosamente dañino para toda sociedad, ya sea civil o militar. Porque el «trepa» intenta halagar a su superior o superiores y se arrima a la «camada» dirigente con más ardor con que lo hace mirando y preocupándose por sus inferiores. Aquí radica el verdadero peligro del ambicioso sin límites.

Yo apelo y espero que cuantos se reúnan mañana en el Palacio de Oriente en torno a S.M. el Rey conmemorando la Pascua Militar, tengan como norma de conducta la honrada ambición de servir mejor a la sociedad española, que en momentos más que difíciles necesita aferrarse a valores firmes, a claros ejemplos de sencillez, de afán de servicio y eficacia.

Y si tienen hoy algo que transmitir, que su discurso esté cercano a aquellas palabras que nos legó Alfredo de Vigny en su «Servidumbre y grandeza militar», cuando describe a las gentes de armas como «esos hombres de carácter chapado a la antigua, que llevan el sentimiento del deber hasta sus últimas consecuencias, sin sentir remordimientos por la obediencia, ni vergüenza por la pobreza, sencillos de palabra y de costumbres, orgullosos de la gloria de su país e indiferentes de la suya propia».

En una jornada marcada por la festividad, la democrática alternancia política, los balances, las lecciones aprendidas y los planes para el año que recién hemos empezado, creo es conveniente reforzar en torno a la figura del Rey, lazos de unidad, de respeto institucional, de ejemplo y de servicio. Todo, todo, cabe dentro de los honrados límites de la ambición.