Crítica de libros

Cuestión de vómitos

La Razón
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Con motivo de la crisis económica proliferan las noticias sobre el descalabro moral de la gente como síntoma inequívoco de que estamos al borde de vivir uno de esos momentos históricos en los que siempre hay quien en un instante de desesperación decide gastarse las brasas de sus ahorros en alojarse en un lujoso hotel por el placer de saltar al vacío desde una habitación fría e impersonal en el piso catorce, después de haber escrito de su puño y letra una elegante nota de despedida. No será nada nuevo. Las hecatombes económicas van seguidas históricamente de estremecedoras catástrofes personales y de sobrecogedores ejemplos del renacimiento de ese sentido de lo amoral que suelen tener los jugadores cuando se dan cuenta de que la siguiente baza sólo puede dejar en sus manos el regusto por el fracaso y la inminente decisión de morir. Muchos de los mayores vicios aparecen en los momentos de angustia económica, justo cuando un hombre comprende que la dignidad es algo que conviene perder al mismo tiempo que el dinero se esfuma de su mano antes incluso que el sudor. Por eso florecen ahora los prostíbulos, hay cola en las timbas de póquer y en las capas más desfavorecidas de la sociedad cunde la idea vieja y elemental de que en un naufragio es absurdo privarse del lujo del último martini a bordo antes de que lo más sólido a lo que aferrarse sean una oración y el agua. Yo creo que la moralidad se pierde al mismo tiempo que se resiente el confort y que hay pocos placeres más memorables que el de malgastar sin sentido el último billete que hayamos ahorrado. La indigencia es psicológicamente más soportable que la inestabilidad de esa clase media que en nuestro país empieza a empobrecerse sin remedio, probablemente por la misma razón que matar por hambre es menos reprochable que asesinar por capricho. De esto saben mucho las dostoievskianas criaturas del subsuelo, como era el caso del tipo marginal que una madrugada me dijo: «Me sorprende que alguien me exija buenos modos y dignidad moral en mi conducta. Soy un tipo del arroyo, amigo, y a veces me despierta por la mañana en el chamizo la rata que se detiene como una glándula de sebo en el calor torrefacto y leproso de mi rostro fermentado. ¿Dignidad?¿Modales? Soy por lo menos quince años más joven que mi cara y es como si llevase otros tantos sobreviviendo a mi autopsia. ¿De qué maldita dignidad me hablan? ¿Acaso creen esos predicadores que un hombre puede tener dignidad si carece de jabón? ¡Que no me jodan con esa monserga los moralistas! Llevo a la intemperie más tiempo que la mitad de las putas calles. Nadie podrá exigirme que mi alma sea de mejor calidad que mis vómitos».