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La obediencia debida por Luis del Val
En octubre de 1945, cuando comenzó en Núremberg el juicio sobre los crímenes del nazismo, ya se sabía que uno de los argumentos de la defensa sería la obediencia debida. ¿Cómo le vas a decir al jefe que no? Y sobre todo, ¿cómo te vas a negar cuando tú eres militar y el que ordena tiene un rango superior? No obstante, unos meses antes los aliados habían firmado la Carta de Londres o el Estatuto Militar Internacional, donde se cuestionaba que la obediencia debida fuera considerada una eximente en los crímenes de guerra. Esta señora de la imagen no es una criminal, ni mucho menos. Es una ejecutiva agresiva y vigorosa que sabe que, si la eficacia choca con la ética, hay que prescindir de la ética. En realidad, es la doctrina de la obediencia debida que ha contagiado el sistema social. Por ese envilecimiento los directores de sucursales bancarias ofrecieron a miles de jubilados unas acciones preferentes que llevaban trampa. Por esa mezquindad el agente de seguros omite el contenido de la letra pequeña del contrato, y el albañil sabe que la tela asfáltica que está colocando no es la adecuada, pero lo ha mandado el patrón, y así, un largo rosario de ruindades inundan nuestras relaciones comerciales, laborales y sociales.
A esta señora le habían solicitado que actuara de manera fraudulenta y, siguiendo la cadena de mando, ordenaba que sus subordinados realizaran el fraude. Como ocurre en las constructoras, en las empresas, en los bancos. Como ocurre, parece que de manera generalizada, en la Junta de Andalucía. Lo que ocurrió es que siempre hay alguien que estropea el mecanismo. De vez en cuando, aparece un tipo escrupuloso que se niega a cometer algo ilícito, y se interrumpe el engrasado funcionamiento del sistema. Y no hay más remedio que despedirle. Como despedirían al bancario que no colocara las acciones preferentes o se despediría al albañil íntegro que intentara estropear el engaño del patrono. Esta señora no había nacido cuando comenzaron los juicios de Núremberg y es posible que no necesite conocer el origen de «la obediencia debida», pero sabía dónde estaba trabajando, y qué se pretendía que llevara a cabo. ¿Qué iba a hacer? Es como si entras a formar parte de un entramado dedicado a la extorsión y te tropiezas con uno de los recaudadores al que le da por cuestionar el cobro a los comerciantes por «protegerlos». Esta señora sabía para quién trabajaba y conocía los objetivos de la empresa y, con su eficacia acostumbrada, actuó sin que en ningún momento le temblara el pulso o le supusieran alguna inquietud esas tonterías de la ética, que retrasan las ayudas oficiales a los recomendados.
La sociedad es un tinglado que tiende a lo inmundo, gracias a que se cometen sinvergonzonerías de menor tamaño por la obediencia debida. Pero la mugre siempre pide más mierda y se va ascendiendo en la categoría de la indecencia, pero sin estridencia alguna. Hasta que surge uno de esos empleados que enarbolan algo tan anticuado y tan molesto como la honradez y se pone patas arriba el tinglado, y una señora tan eficaz y tan enérgica se convierte en un personaje conocido y denostado, ante, me imagino, su propio asombro, porque ella no hizo otra cosa que realizar lo que le pedían.
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