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«Soy inocente»
Miembro de la minoría católica de Pakistán, madre de cinco hijos y condenada a muerte en la horca por «blasfemia», cuenta por primera cómo sobrevive en la prisión
El 8 de noviembre de 2010, tras cinco minutos de deliberación, la sentencia cae como un rayo:
«Asia Noreen Bibi: en virtud del artículo 295 C del código pakistaní, el tribunal la condena a la pena capital por ahorcamiento y a una multa de 300.000 rupias».
El juez levanta su mano poderosa y golpea con el martillo, que resuena a través de la estancia. Antes incluso de que el eco del mazo haya llegado a toda la sala, la multitud aclama el veredicto que me conduce derecha a la muerte. Me echo a llorar. Estoy sola contra todos, rodeada por dos policías visiblemente satisfechos. No tengo a nadie con quien compartir mi pena –mi abogado no está, mi familia tampoco–, así que lloro sola, escondiendo la cabeza entre las manos. No consigo soportar la vista de esas gentes llenas de odio, aplaudiendo la condena a muerte de una pobre obrera del campo. No miro más, pero oigo todavía a ese gentío que ovaciona al juez Naveed Iqbal. «¡A la muerte, a la muerte! ¡Allah akbar!». Saco la cabeza de entre mis manos. Veo borroso, pero consigo todavía leer en los labios, la mitad cubiertos de gruesa barba, el gozo que experimentan los tres mulás venidos especialmente para asistir a mi proceso. Cuando se levantan de la silla, todavía están siendo aplaudidos por la ruidosa multitud. Me doy cuenta de que esta multitud, ávida de espectáculo, no se ha visto decepcionada. Después, en nada de tiempo, el palacio se ve invadido por una horda eufórica que hace añicos las puertas, vociferando: «¡Venganza al Profeta, Alá es grande!». Los policías encargados de vigilarme han debido de pensar que era hora ya de abandonar el lugar, antes de que la situación se les escapara de las manos. Sin ninguna amabilidad, me sacan del Palacio de Justicia por una puerta trasera y me arrojan a la furgoneta policial como si fuera una bolsa vieja de basura. Como si con esta sentencia terminara de perder a sus ojos todo vestigio de humanidad. Además, los dos hombres me encadenan al banco, como si me hubiera convertido en una bestia feroz, y eso que al venir al tribunal no me habían atado.
No pudiendo pues mover ni las manos ni los pies, intento encontrar con los ojos un hueco sin reja en el furgón para percibir el exterior. Sé que en ese momento Ashiq no está muy lejos, pero a pesar de mirar todo lo que me es posible no veo a mi marido.
Cuando vino a visitarme a prisión, unos días antes del proceso, Ashiq me previno:
–Si voy al tribunal, me arriesgo a que la gente me linche. Estaré fuera, muy cerca de ti, para conocer la sentencia. No me busques, Asia, nos veremos después.
–Ya sé que es muy peligroso. No te preocupes. De todas maneras, todo va a ir bien, porque yo soy inocente.
Ashiq me dedicó una gran sonrisa.
–Sí, terminará pronto, y ya va siendo hora, porque hace más de un año que estás encerrada aquí. Es verdaderamente una buena cosa que por fin tenga lugar el proceso. Los niños y yo lo tenemos todo preparado para hacerte una gran fiesta cuando vuelvas a casa de tus padres. Ya lo sabes, nos va a ser muy difícil volver a Ittan Wali.
Yo lloraba de gozo con la sola idea de reencontrar a mi familia y abandonar el infierno de mi prisión.
–Es una pena que no podamos volver a vivir en casa, y en nuestra aldea, pero es más razonable así. Y además, yo no habría recuperado jamás la serenidad después de toda la rabia que la gente del pueblo ha vertido sobre mí.
Ashiq y yo nos despedimos por primera vez con cierta tranquilidad. Sin decirlo, sabíamos los dos que sería la última vez que nos viéramos en esta prisión, porque tras el proceso... ¡yo sería libre!
¡Y sin embargo, mira que han sido crueles las horas que han seguido a mi condena a muerte!
De nuevo encerrada con siete llaves en el lastimoso calabozo que alguna vez pensé que no volvería a ver. La pena de muerte en la horca... ¡qué horror! Y por si no fuera suficiente con matarme... ¡una multa de 300.000 rupias! Pero si yo no he poseído ni poseeré jamás tal cantidad de dinero. ¿A qué ese ensañamiento? ¿Es que hace falta que encima pague por hacerme matar?
Acabo de acordarme de una cosa que puede ser decisiva: un minuto antes de que el juez pronunciara su veredicto, he puesto el pulgar sobre documentos que yo no sabía leer. He sido tan inocente como para pensar que porque era inocente iba a ser liberada... Por más que reconsidero esta historia, no puedo creer que sea el final. Soy víctima de un enorme malentendido. Si los hombres son demasiado ciegos, mi Dios bendito y la Santa Virgen saben que no he hecho mal a nadie, y que no merezco tanto sufrimiento.
«Santa María, madre de Jesús, te ofrezco mis oraciones y mis sufrimientos. Dame la fuerza de hacer bien lo que tú me demandes. Guarda y protege a mis niños, mi familia. Haz que permanezcamos unidos bajo tu protección. Ayúdanos en esta mala hora. Bendícenos y acompáñanos hasta que nos encontremos el cielo junto a ti. Amén.»
En mi celda húmeda y glacial, pienso en toda esa gente del tribunal, y en la cara de Musarat, tan eufórica tras el veredicto. ¿Cómo puede alguien alegrarse de la muerte de otro? ¡Es necesario que la Humanidad mejore, que progrese! ¿Por qué soy tan diferente? ¿Por qué yo no experimento placer alguno en contemplar el sufrimiento de los demás? Yo no soy como ellos, sin duda por eso me rechazan, sin duda por eso quieren verme desaparecer.
¡Han matado al gobernador!
(...) La noche cae, termino por dormirme. Khalil me sobresalta cuando abre la puerta de mi celda para traerme el almuerzo, o más bien mi rancho. Khalil es siempre quien me trae la comida, la peor que se le daría a un perro. Con los ojos nublados, me percato de que no tiene el mismo aspecto que de costumbre. Me mira fijamente. Está a punto de decirme algo, se ríe burlonamente y me espeta a la cara:
–Tu ángel de la guarda acaba de ser asesinado por tu culpa. Tu bien amado gobernador Salman Taseer, ese traidor de musulmán, yace bañado en sangre a tal hora como ésta. Le han pegado veinticinco tiros en Islamabad por haber asumido tu defensa. ¡Buen alivio, ya puedes estar tranquila!
Después, cierra la puerta de mi celda.
Me tiembla el corazón y se me encoge, se me llenan los ojos de lágrimas. Imploro a Dios. ¿Por qué? Salman Taseer era un hombre bueno. Gobernaba mi provincia, la más grande y rica de Pakistán. Con sus 90 millones de habitantes, se le llama a Pakistán «el país de los cinco ríos», y también, «el país de los puros». Salman Taseer era uno de ellos. No era un político como los otros. No estaba ávido de poder y de dinero como algunos que yo me sé, era un humanista que no dudaba en enfrentarse a los talibanes y al islamismo. Cuando tuvo conocimiento de mi condena a muerte, tomó mi defensa públicamente. Vino a visitarme a la prisión, organizando incluso una rueda de prensa en el mismo centro penitenciario. Ese día yo no sabía que iba a dirigirme a los periodistas y probablemente al mundo entero.
El repugnante Khalil abrió la puerta de mi celda con estruendo, envuelto en una gran manta limpia y espesa. Todavía puedo oírle diciéndome frío:
–Tienes visita.
Yo estaba asombrada. No era el día de visita de Ashiq, mi marido, y acababa de ver a mi abogado hacía apenas unos días.
–¿Pero vas a moverte? —gritó Khalil—. ¡Te he dicho que tienes visita!
Su voz era afilada, no le vi venir, me sobresalté ante su rugido.
–¡¡¡Muévete!!! ¡Creerás que no tengo otra cosa que hacer!
(...) Una voz de ultratumba resuena tras las espesas puertas:
–Estás jodida, Asia, ha llegado tu hora. Vas a pasar a...
Una risa burlona. Antes de que otras detenidas se incorporen, Khalil les cierra el paso gritando un «¡Quietas ahí!» tan atronador, que resuena en toda la prisión.
Mientras marcho hacia lo desconocido, me doy cuenta de que han pasado ya tres meses desde que fui condenada a muerte. Me acuerdo perfectamente de la visita del ministro de las Minorías, Shahbaz Bhatti, al día siguiente de aquella abominable noticia.
Llegados ante una puerta que ya conocía, la del director, Khalil masculla alguna cosa entre dientes o más bien entre sus bigotes, pero muy suavemente, lo justo para poder ser oído.
Entramos. De repente, me veo cegada por una luz amarilla. Hay mucha gente, mucho ruido. Veo llegar hacia mí a un hombre grande, macizo, con gafas:
–Hola Asia, soy Salman Taseer, gobernador del Pendjab. Conozco tu historia, y sé que eres una víctima. He organizado una conferencia de prensa para que puedas decirle al mundo que eres inocente.
Tardo en entender que toda esa gente está ahí por mí. Me asusto con tantos proyectores, tantos periodistas que, cámara al hombro, me filman como si fuera un animal de feria. Estoy vestida con un salwar kamiz marrón que mi marido me ha traído la semana pasada. Tal como me había sugerido Nadjima, una diputada cristiana que he conocido poco tiempo después de mi encarcelamiento, en junio de 2009, voy totalmente cubierta, no dejando que se vean más que los ojos. Nadjima es una aliada. Ella me susurró discretamente en la oreja que era más que conveniente que me tapara la cabellera, para evitar provocar a los extremistas, que no pueden soportar que una mujer desvele la cara ante una horda de desconocidos.
(...) El gobernador toma en seguida la palabra. Le explica a los periodistas que yo he sido injustamente acusada, que esta ley de la blasfemia anima los instintos criminales contra las minorías religiosas y los más desfavorecidos, que no solamente va contra los principios del islam, sino que no sirve a esta religión. Después se queda callado. Comprendo que ahora me toca a mí hablar. Aterrorizada, me digo que no voy a estar a la altura. Las mujeres de mi condición no hablan jamás, mucho menos en público, y menos aún, delante de extranjeros.
No sabiendo qué decir, comienzo a balbucear cualquier cosa irreconocible. El gobernador me interrumpe acudiendo en mi socorro. Con una señal de ánimo, me pide que explique a los periodistas lo que ocurrió en el pueblecito, con las mujeres musulmanas.
Un adiós a la familia
«Desde que he vuelto a mi celda y sé que voy a morir, todos mis pensamientos se dirigen a ti, mi amado Ashiq, y a vosotros, mis adorados hijos. Nada siento más que dejaros solos en plena tormenta. Tú, Imran, mi hijo mayor de dieciocho años, te deseo que encuentres una buena esposa, a la que harás feliz como tu padre me ha hecho a mí. Tú, mi primogénita Nasima, de veintidós años, ya tienes tu marido, con una familia que tan bien te ha acogido; da a tu padre pequeños
nietecitos que educarás en la caridad cristiana como te hemos educado nosotros a ti. Tú, mi dulce Isha, tienes quince años, aunque seas medio loquilla. Tu papá y yo te hemos considerado
siempre como un regalo de Dios, eres tan buena y generosa... No intentes entender por qué tu mamá ya no está a tu lado, pero estás presente en mi corazón, tienes en él un lugarcito reservado para ti. Sidra, no tienes más que trece años, y bien sé que desde que estoy en prisión eres tú la que se ocupa de las cosas de la casa, eres tú la que cuida de tu hermana mayor, Isha, que tanto necesita de ayuda. Nada siento más que haberte conducido a una vida de adulto, tú que eres tan jovencita y que deberías estar todavía jugando a las muñecas. Mi pequeña Isham, sólo tienes nueve años, y vas a perder ya a tu mamá. ¡Dios mío, qué injusta puede ser la vida!».
Ficha
- Título del libro: «¡Sacadme de aquí!».
- Autor: Asia Bibi (con Anne-Isabelle Tollet).
- Edita: Letras Libres.
- Sinopsis: Asia Bibi está casada y tiene cinco hijos. Vivía en un pequeño pueblo del centro de Pakistán, Ittam Wali, y trabajaba en el campo como todos sus vecinos. El 14 de julio de 2009, durante la cosecha bajo una temperatura de más de 45 grados, bebió agua fresca de un pozo cercano. Una vecina denunció que ella había bebido agua, cuando sólo podían hacerlo las mujeres musulmanas. Asia Bibi es cristiana. Se le acusó de blasfemia, lo que en Pakistán significaba muerte. Fue procesada y condenada a morir en la horca. Ahora espera el cumplimiento de la pena. Su resistencia es un ejemplo de fortaleza y defensa de la libertad religiosa.
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