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Historias de la crisis

La Razón
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Conocí a Isa hace unos años, cuando la burbuja inmobiliaria estaba en su apogeo. Los precios por las nubes. Los abusos y chapuzas en el mundillo de la construcción, a la orden del día. Mucho trabajo. Un palustre tampoco es un bisturí. Con algo de buena voluntad, cualquiera podía ejercer de albañil. De hecho, eso es lo que ocurría. Conseguir un maestro de obras, para el común de los mortales, era tan difícil como aprehender el problema de Dios para Xabier Zubiri. Y, por aquellas fechas, casi todos necesitábamos un maestro de obras: parecía que íbamos a urbanizar hasta las rotondas de las autopistas. «En España hay mucho sitio libre para construir, pero a este ritmo…», me dijo entonces un albañil boliviano con aire enigmático; en su país se dedicaba a la canción folklórica y las ocasionales ensoñaciones etílicas, experiencia laboral que fue muy apreciada por su patrón español, que lo esclavizaba por una paga irrisoria.
Isa era dispuesta, eficiente. Bonita de esa manera humilde y alegre que siempre se agradece en una mujer porque así no resulta intimidante. De sonrisa franca. Joven, lista. Poseía una educación de tipo medio, pero como aprendía rápido pronto realizó no sólo el trabajo por el que le pagaban, sino otro más cualificado por el que, evidentemente, no cobraba ni le contaba a efectos de cotización en la Seguridad Social. Trabajaba de dependienta en una de esas grandes tiendas de materiales de construcción que florecieron al calor de la euforia nacional por el cemento. Nuestras almas se volvieron de gresite en aquel tiempo. Nuestro corazón latía encerrado en un marco de mortero, y nuestros sueños residenciales surfeaban por un mar de créditos baratos encaramados a un palé. «Welcome to Wisteria Spain». Los modelos de los revestimientos cerámicos cambiaban cada semana. Se diseñaban nuevas texturas, colores, dibujos… Isa se los sabía todos, con sus correspondientes precios astronómicos por metro cuadrado. Los enseñaba como si los hubiese bosquejado ella misma la noche anterior. Era una dependienta modelo. Yo acudía a la tienda de vez en cuando. Isa me parecía un encanto. Volví a saber de ella hace poco. Me describió cómo la habían echado del trabajo y que no encontraba ningún otro. Su pareja también se quedó en paro. Trabajaba de albañil, su jefe lo liquidó todo, se declaró insolvente y se largó sin pagar a los obreros españoles (los únicos que tenían papeles en regla). «Si te declaras insolvente, tienes patente de corso, lo que les viene muy bien a los piratas…», suspira Isa. De repente, la vida de Isa se hizo pedazos. Pasó de sobrevivir, en los años de bonanza, trabajando mucho por poco dinero, a malvivir sin dinero ni trabajo. Me contó que había intentado conseguir empleo en el ayuntamiento del pueblo, pero que «las plazas que salen ya están dadas». Solicitó ayudas. Nada. «No soy drogadicta, madre soltera, extranjera, ni prima de nadie… Sólo una mujer de treinta años, sana, que no le hace ascos al trabajo, o sea: ¡lo tengo claro!…», me confesó Isa. Desesperada.