España

La fogará

La Razón
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Un enamoramiento súbito, una pasión inesperada lleva a la fogarada irremediablente. Navalón le decía «la fogará». La sensación tiene que ser irresistible. Una fogarada imprevista se salta toda suerte de protocolos y exigencias de comportamientos públicos. «Era un hombre normal hasta que la descubrí lavando su ropa en el Támesis», escribió Wilfred Sungster, un olvidado escritor inglés del penúltimo entresiglos. Sungster estaba casado, vivía feliz con su familia, disfrutaba de unas buenas rentas, y decidió pasear en el momento menos oportuno por la ribera del río. Y allí se encontraba ella, con los brazos desnudos dándole con fuerza a sus enaguas y pantalonetas para dejarlas limpias como chorros de oro. Y Wilfred no volvió a casa. La fogarada arrasa todos los convencionalismos.
Cefas, en estas páginas, ha reparado en lo mismo. En la fogarada que incineró las prudencias de Trinidad Jiménez y Güido Westerwelle, el ministro de Asuntos Exteriores alemán, que acompañó a Ángela Merkel a Madrid. O se conocían de antes o aquí hay tomate. Porque los abrazos que se intercambiaron se escapan de la elemental cortesía diplomática. Achuchones les dicen por aquí. En mi Diccionario Español-Alemán, la voz «achuchón» no aparece, y me he quedado con las ganas. Sólo se pueden admitir dos posibilidades. Que Trini y Güido hayan participado en su juventud en un curso de verano de La Magdalena, o la fogarada. Westerwelle es alto y espigado; Trinidad es más bajita y nada tiene que ver su acuarela con la espiga. Pero ello no influye cuando salta la fogarada. Cierto es que Trinidad, que es simpática y expresiva, se ha abrazado en unos pocos meses a todos los colegas extranjeros con los que se ha reunido para hablar de no se sabe qué, excepto con el marroquí, al que no ha visitado todavía y aplaudo desde aquí su resistencia. Pero nada que ver con los mimos regalados a Güido. En la escalera de las fotos de La Moncloa, las manos de Trini sostuvieron durante minutos la cintura de Westerwelle, y éste, cada dos por tres, empujaba hacia sí a la ministra española con un desenfado y unas confianzas que hasta Zapatero a punto estuvo de llamarles la atención «Trini, modérate que me enfadas a Ángela y me suspende».
Reconozco que no soy de abrazos. Por mis venas corre mucho norte de España, que no es abrazador. Lo hago cuando me encuentro con un amigo de verdad, sea hombre o mujer. Pero no soy impulsivo. El que abraza y jalea el saludo no acostumbra a sentir la sinceridad del cariño. Paseaba por la Castellana hace unos años, cuando la mujer más expresiva y arrebatada detuvo mis pasos, me abrazó, me preguntó por mis padres, se interesó por mi familia, se alegró por nuestro encuentro, quedamos en llamarnos y vernos, y al darme el ósculo abrazado de la despedida me dijo con lágrimas en los ojos: –Me ha emocionado verte después de tantos años, Luis Ramón–. Probablemente se trataba de una prima de Trinidad Jiménez.
Los abrazos de Trinidad y Güido demandan una advertencia. Trinidad, cuidado con los alemanes. Son de fiar y de ley en cuestiones económicas, pero en el amor y con dos cervezas en el cuerpo, son capaces de cualquier cosa. Una prima mía fue seducida por el barón de Aughentaller-Bloknik después de que éste le pidiera matrimonio, y cumplida la fogarada el barón se marchó a Alemania y donde te he visto no me acuerdo. Falleció de melancolía pocos años más tarde. Reprime tus efusiones, que los Westerwelle son lo que no está escrito, y lo de mi prima se puede repetir. Menudo escándalo.