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Queeg en La Moncloa

La Razón
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Seguramente, muchos de los que lean estas líneas recordarán aquella novela de Wouk que se titulaba «El motín del Caine» y que fue llevada al cine por un elenco extraordinario de actores entre los que se encontraba el mismísimo Humphrey Bogart. La acción era sencilla. El Caine era un dragaminas destinado en el frente del Pacífico y situado bajo las órdenes de un capitán llamado Queeg. Hasta ahí la acción no pasaba de lo trivial. El gran problema, sin embargo, era que Queeg era un peligroso psicópata y, al fin y a la postre, los oficiales a sus órdenes lo deponían para salvaguardar la seguridad del navío y de los tripulantes. Semejante acto, inusual, pero contemplado en las ordenanzas militares, derivaba en un juicio de guerra en el que todo parece desarrollarse en contra de los amotinados hasta que Queeg, interrogado como testigo, saca del bolsillo unas bolitas de metal y comienza a jugar compulsivamente con ellas. Aquel gesto, en apariencia sin relevancia, deja de manifiesto que Queeg es, en verdad, un loco especialmente peligroso para la gente situada a sus órdenes. Quizá durante años Queeg hubiera dado la apariencia de cumplir con sus funciones con mayor o menor fortuna, pero, al final, quedaba de manifiesto que no pasaba de ser un desequilibrado al que había que privar del mando y que lo único que cabía lamentar era que ese paso no se hubiera producido antes. Las elecciones del 22-M dejaron de manifiesto que ZP es un capitán Queeg que llegó a La Moncloa hace siete años gracias al atentado terrorista más espantoso de la Historia de España. Su sobrecogedora enfermedad quedó de manifiesto cuando, esa noche, en lugar de anunciar su dimisión y la convocatoria de elecciones generales, se colocó delante de los micrófonos y, más alterado que Humphrey Bogart en la citada película, comenzó a jugar compulsivamente con sus bolitas preferidas. Nos dijo, a punto de romper a llorar, que la culpa de la crisis económica más espantosa que ha conocido España en siglos y de los cinco millones de parados no es suya. Al parecer, se trata de una desgracia semejante a los temporales a los que culpó Felipe II por el desastre de la Invencible. Tampoco ha hecho nada malo él, que ha abierto las heridas cerradas hace décadas, que ha descoyuntado el orden constitucional con el estatuto de Cataluña, que ha realizado concesión tras concesión a la banda terrorista ETA, que ha encabezado una sectaria cruzada laicista, que se ha convertido en representante máximo de la cultura de la muerte y que, como logro máximo, puede esgrimir que los homosexuales contraigan matrimonio. Cualquiera que lo viera el domingo por la noche –pensara lo que pensara en los años anteriores– se dio cuenta de que ZP es una desgracia inconmensurable para el barco en el que manda y, para remate, para España, que no puede soportar casi un año más de su aciaga gestión. Ahora la única solución es que los oficiales de ese PSOE que conserva, gracias a ZP, los ayuntamientos de Cuenca y Zaragoza; la CC AA de Extremadura y la Diputación de Ciudad Real se quiten de encima al trastornado y a los que lo han servido como guardia de corps. Que lo hagan cuanto antes porque ni ellos, ni España pueden permitirse esperar un solo minuto más.