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El consenso
Nunca España fue un pueblo dado al consenso, refiere Ortega en su «España invertebrada». Anduvo siempre más afanada en rencillas, discordias y luchas celtibéricas. Lo impulsivo predominó sobre lo racional. Por ello, los españoles hemos tardado tanto tiempo en descubrir la palabra «consenso». El diccionario de la Real Academia Española la registró por primera vez en 1869: «Decirse del asenso, asentimiento o consentimiento de todas las personas que componen una corporación». Está definida por sinonimia derivacional con los verbos asentir y consentir. El primero significa «uno del mismo dictamen»; el segundo, «alguien tácitamente, pero con conocimiento, la ejecución de algo». Viene esto a cuento del último discurso del Rey. En él recordó a los parlamentarios «la obligación de contribuir con decisión y eficacia a la superación de esta crisis y de sus negativos efectos para los ciudadanos, que demandan una actuación responsable, solidaria y efectiva». Pero, para ello, se requiere la determinación de cambiar la realidad y buena disposición para el consenso.
Seguro que habrá que templar muchas gaitas, y no ciertamente gallegas. Cuenta la leyenda que en las jornadas fundacionales de los EE UU una inquieta dama preguntó a George Washington para qué servía el Senado. Washington cogió la taza de té que estaba tomando, vertió un poco sobre el plato y después devolvió el líquido a la taza, y añadió: «¿Ve usted, señora? Para esto sirve el Senado: para enfriar las cosas y llegar a un consenso». Y de esto el nuevo presidente sabe un montón. Sólo necesita algo de suerte. «Si soy presidente del Gobierno –dijo– buscaré el consenso en determinadas cuestiones con todas las fuerzas políticas. Son tiempos de concordia».
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