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El incierto impacto de Túnez

La Razón
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La repentina marcha de Ben Alí tiene potenciales repercusiones para Oriente Medio y para todos los musulmanes. Como afirma un tertuliano egipcio, «cada dictador árabe mira hacia Túnez con miedo. Cada ciudadano árabe mira a Túnez con esperanza y solidaridad». Yo abrigo ambas emociones.

Hasta 1970, más o menos, los gobiernos de los países árabe-parlantes eran derrocados cuando las tropas al mando de algún coronel entraban en la capital. Con el tiempo, los regímenes aprendieron a protegerse mediante servicios de Inteligencia solapados, apoyo en los parientes y miembros de su tribu y represión. Siguieron cuatro décadas de estabilidad estéril y anquilosada.

En éstas llegan Al-Jazira e internet. Ambos convergen en Túnez para dar lugar a una intifada y derrocar al tirano. Pero aunque se ensalce el poder de los desposeídos de derrocar a sus necios, crueles y codiciosos gobernantes, también hay que mirar al futuro con temor por las implicaciones islamistas de esta agitación.

Ben Alí, pese a todos sus defectos, se interpuso como enemigo de los islamistas. Pero les subestimó al considerarles más como delincuentes que como ideólogos fanáticos. Los islamistas tunecinos jugaron un papel mínimo a la hora de derrocar a Ben Alí, pero seguramente se lancen a explotar la oportunidad que se abre.

El segundo motivo de preocupación se refiere a Europa, profundamente incompetente a la hora de hacer frente a su desafío islamista. Si la principal organización islamista, En Nahda, llega al poder y expande sus redes, proporciona fondos y, tal vez, introduce armamento de contrabando para sus aliados en las inmediaciones de Europa, puede agravar mucho los problemas aquí.

El tercer motivo de preocupación, y el más grave, es el posible «efecto dominó» sobre otros países. Los cuatro estados litorales del norte de África –Marruecos, Argelia, Libia y Egipto– encajan aquí, como Siria, Jordania y Yemen. Que Ben Alí se refugie en Arabia Saudí involucra también a ese país. Pakistán también encaja. En contraste con la revolución iraní, que exigió de un líder carismático, millones en las calles y un año de esfuerzos, los sucesos de Túnez se desarrollaron con rapidez y de forma más replicable.

Mientras Washington examina las opciones, instaré a la administración a adoptar dos políticas. En primer lugar, renovar la iniciativa de democratización iniciada por George W. Bush en 2003, pero esta vez con cautela, inteligencia y modestia, reconociendo que su implantación chapucera facilitó inadvertidamente que los islamistas se hicieran con más poder. En segundo lugar, hay que centrarse en el islamismo como peor enemigo del mundo civilizado y respaldar a nuestros aliados en la lucha contra esta lacra, incluyendo a los de Túnez.