Afganistán
El combate en directo
Acostumbrados a las «historias de guerra», este largo reportaje narra la experiencia de un pelotón del ejército norteamericano en Afganistán
Esa noche, los soldados duermen con una granada de mano en una mano y la 9 milímetros en la otra. En lugar de que un hombre esté de guardia mientras otros dos duermen, lo hacen justo al revés, dos y uno. Durante toda la noche, se han observado combatientes enemigos que caminan de Yaka Chine a Landigal y luego continúan subiendo la montaña, por lo que Kearney determina solicitar un bombardeo. Se le deniega la solicitud y Kearney insiste en la radio: «La otra noche, dejamos que ocho hombres se marcharan y ahora tenemos un muerto y dos heridos. Si no lanzamos ahora, garantizo que morirán más». La brigada otorga el permiso y acude un B-1 que arroja una bomba sobre una casa en la que se han refugiado los insurgentes. La bomba falla el blanco, pero acuden los Apache para limpiar bien el «chorreo»: los supervivientes que intentan alejarse.
Al día siguiente, todo el mundo se despierta tenso y exhausto. Prophet comienza a captar parloteo de radio que indica un nuevo acercamiento del enemigo y , hacia media mañana, se observa que varios combatientes se mueven a lo largo de una cresta próxima. Toda la línea estadounidense abre fuego contra ellos: morteros, 240, antitanques ligeros, incluso el brigada Caldwell con su M4. Pemble dispara por sí solo cuarenta granadas con su 203. Los combatientes enemigos se ocultan tras la cara lejana de la cresta y los Apache acuden con sus rondas de artillería, ladera arriba y ladera abajo, intentando atraparlos en la huida. Según los mensajes de radio, han muerto quince. Durante todo el día las bombas y los 155 milímetros explotan sobre las laderas y los hombres se sientan a cubierto, en el monte Rougle, esperando a que el enemigo los ataque de nuevo. A media tarde es evidente que no vendrán y los hombres descansan y luego se ponen en marcha, hacia la medianoche. La segunda sección se abre camino bajando por la ladera hacia Landigal, por un terreno tan pronunciado que para recorrer una buena parte les basta con deslizarse sobre el culo. Cuando llegan al pie, tienen los pantalones hechos trizas.
La primera sección ya había regresado al PAK la noche anterior y, al día siguiente, al alba, se dirigen de nuevo al exterior con media tercera sección. Hay datos de inteligencia según los cuales el enemigo planea atacar o bien Phoenix o bien Restrepo –durante la operación, las bases han quedado solo con cerca de una docena de soldados estadounidenses–, pero el valle permanece en calma, salvo por el zumbido, en lo alto, de los aviones robot de vigilancia y el golpe y estallido ocasional de los morteros. El teniente Brad Winn dirige a la primera sección hasta pasar Phoenix y Aliabad, cruzan el río Koren-Gatigal. Al norte se halla un valle muy pequeño, con Landigal acurrucado en su interior, y al sur tiene el resto del Korengal: un territorio salvaje y desconocido que alberga tal número de combatientes que se necesitaría todo un batallón para entrar y salir de allí con seguridad. Winn dispone a sus hombres a lo largo del Gatigal y supervisa a la segunda sección, que está examinando la población en busca de armas. Kearney, Caldwell y el resto de los cuarteles de la compañía están más al norte, y los hombres del puesto avanzado de Restrepo observan desde el oeste.
«Emboscada en L»
Winn y sus hombres pasan todo un largo día en lo alto de la sierra, desde donde observan Landigal, mientras Ostlund, un teniente coronel del Ejército Nacional Afgano, acude a bordo de un Black Hawk junto con el gobernador de Kunar para hablar a los ancianos. Es la primera vez que un gobernador de «cualquier» gobierno ha puesto el pie en el sur de Korengal. Aunque uno de sus objetivos principales es recuperar las armas capturadas el día anterior, las conversaciones apenas progresan. Hacia las nueve de la noche, se indica a Winn que la segunda sección ha salido de Landigal y la primera sección se apresta a salir igualmente.
Todo el día se han captado mensajes de radio sobre un ataque contra los estadounidenses –un comandante talibán ha llegado a decir: «Si no se marchan en helicóptero, tendrán problemas»– , pero nadie le presta demasiada atención. Kearney tiene tantas aeronaves sobrevolando el valle –robots de vigilancia, dos Apache, un Bombardero B-1 e incluso un avión de combate Spectre– que un ataque enemigo se antoja un acto de suicidio.
Los soldados caminan en fila por la cresta del espolón, en solitario, separados uno de otro por unos diez o quince metros. El terreno cae de un modo abrupto por los lados, donde hay encinares y pedregales de pizarra. La luna brilla con tanta intensidad que los hombres ni siquiera utilizan los aparatos de visión nocturna. Winn y los suyos ignoran que hay tres enemigos, dispuestos a lo largo de la cresta de la sierra inmediatamente inferior, que los esperan armados con AK-47. En paralelo a la senda hay otros diez combatientes con metralletas de alimentación por banda y granadas propulsadas por cohetes. En la jerga de los militares estadounidenses, a esto se lo denomina «emboscada en L» y, si se hace correctamente, un puñado de hombres puede borrar del mapa a toda una sección. Quien va destacado en cabeza es el sargento Josh Brennan, un jefe de equipo «alfa». Le sigue un artillero de SAW llamado Eckrode, luego el sargento Erick Gallardo y el cabo primero Sal Giunta, jefe de equipo «bravo». Giunta es de Iowa y se incorporó al ejército tras oír un anuncio de radio mientras trabajaba en una sandwichería del metro de su ciudad natal.
(...) La intensidad de la potencia de fuego que se dirige contra el pelotón de Brennan imposibilita cualquier clase de respuesta táctica. Una docena de combatientes talibanes provistos de cohetes y metralletas de banda disparan desde un punto cubierto a una distancia de entre seis y nueve metros; la primera sección se halla, básicamente, dentro de una galería de tiro. Al cabo de unos segundos, todos los hombres del pelotón de cabeza han recibido alguna bala.
Ficha
l Título del libro: «Guerra».
l Autor: Sebastian Junger.
l Edita: Crítica.
l Sinopsis: El escritor y periodista Sebastian Junger compartió durante quince meses la vida de un pelotón del ejército estadounidense en Afganistán. Su relato no entra en aspectos políticos, geoestratégicos, ni siquiera en aspectos militares, sino en la experiencia de los soldados en el combate. La unidad en la que se encuentra está en un lugar remoto de las montañas afganas, acosada por los combatientes talibanes, expuesta a los ataques nocturnos y a las emboscadas en un terreno en el que es muy difícil moverse. El autor –que había publicado «La tormenta perfecta»– narra cómo se sobrevive en unas circunstancias tan duras, sin saber si se saldrá vivo del combate y siendo él mismo partícipe de la situación.
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