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Intelectuales qué inocencia

La Razón
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Entre las muchas maneras de definir «intelectual» hay una especialmente elocuente, incluso divertida: «Persona dispuesta a matar por sus ideas». Ni por el pan ni por la tierra: por sus ideas. Cuenta Félix de Azúa en su «Autobiografía sin vida» (Mondadori) que cuando el pintor Jacques-Louis David pintó a Marat recién degollado en su bañera se convertía en uno de los primeros intelectuales de la historia, no porque fuese el asesino del jacobino Marat (era su amigo), sino porque a ese cuadro se le acabó llamando «La Pietà de la Revolución». Un «afiche». Claro que hay artistas asesinos o con ganas de serlo: el muralista Siqueiros participó en una intentona de matar a Trotsky y, sin salir de México lindo, andaba Diego Rivera por la vida con una canana en su oranda barriga y el reglamentario pistolón. Picasso, sin embargo, por más comunista que fuese, no pegó un tiro en su vida y su amor por Stalin, según se comprueba ahora en una exposición en la Tate de Liverpool, era pura ignorancia en toda la extensión de la palabra («intelectuales, cabeza de chorlitos», había advertido La Pasionaria). Así que Picasso, a pesar del cartelón en el que se convirtió el «Guernica», según Antonio Saura, de intelectual, nada de nada. Le atrajo demasiado la vida. El arte no sé si es inocente, pero sí más inofensivo de lo que parece. En el Museo d'Orsay de París han expuesto una guillotina con su perfecto mecanismo de matar. Sublime.