Barcelona

Una de mansos pecado mortal

Las Ventas (Madrid). Primera de San Isidro. Se lidiaron toros de El Cortijillo, y uno, el 4º, de Lozano Hermanos, bien presentados, mansos y de poco juego. Más de tres cuartos de entrada.- Miguel Abellán, de blanco y plata, dos pinchazos, estocada baja (silencio); pinchazo, estocada, tres descabellos (silencio).- Leandro, de grosella y oro, dos pinchazos, media, aviso, descabello (silencio); estocada perpendicular, aviso, descabello (silencio).- Antonio Nazaré, de malva y oro, pinchazo, estocada baja (silencio); pinchazo, estocada (silencio).

Una de mansos pecado mortal
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«Chaqueta» tenía la ilusión de la feria en sus 537 kilos de El Cortijillo. «Chaqueta» confirmaría la alternativa de Antonio Nazaré, de malva y oro, de lila y oro, matices, pero con un destinatario mental único, ya revisando su San Isidro desde el cielo: Antoñete. El toro que abría plaza, hacía también el despeje de un largo serial, el del patrón y la nueva feria de Arte y Cultura. Ya situados en la plaza y con el correspondiente saludo a los vecinos de localidad: un año más, un mes entero, irrumpió en el ruedo el astado. Lo lanceó Nazaré, como pudo, sin lucimiento, frenado, hacía el toro gala de su encaste Núñez y salía abanto. Abanto por aquí, abanto por allá. Empujó (no en el caballo) ya en la muleta en las primeras arrancadas, lejos de lo bravo, por inercia quería irse, rajarse. Y así lo hizo hasta que el amago se hizo realidad. Quitemos caretas: el toro se rajó. A Antonio Nazaré le salió mejor la voluntad para salir airoso que la colocación. Y ahí, al hilo, Madrid sacó las uñas, haciéndonos presa, ¡tan pronto!, de territorio hostil. Se disipó el ambiente a modo de tregua en los siguientes toros. Uno detrás de otro secuestraban las energías. Uno detrás de otro saltaron la barrera que dista entre lo bravo y lo manso, para quedarse ahí. A piñón fijo. La mansedumbre se convirtió en pecado mortal para comenzar una feria. Ya en el sexto, el segundo de Nazaré, y con la lección aprendida por parte de los de El Cortijillo, además de abrirse y mansear en el engaño, ni se movió. Desde el ruedo trascendía la desesperación. El sevillano se entregó. Firme. Seguro. Queriendo. Golpes contra un muro, pues.

Miguel Abellán le confirmó la alternativa y comenzó rodilla en tierra el trasteo al segundo. Se desplomó enseguida la historia: no había material para sustentarla. Descastado, sin transmisión, suelto, parado. De nada sirvió el aplomo, ni la preparación. Cambiaba de hierro el cuarto, de Lozano Hermanos, la misma casa, alérgico a la bravura también incluso se superó. Se abrió un par de veces al llegar al engaño de Abellán y antes de suspirar, se fue a toriles sin opción a la guerra, sin resquicio para apretar, puntuar, borrar el pase en blanco. La batalla estaba perdida. Y el mal juego de la espada no ayudó.

Miguel Martín nos dio la tarde. ¡Y menos mal! Dos pares de banderillas de torería, sin vender la mercancía, sin teatro, de verdad. En el sitio. Y se desmonteró. Creímos en el toro, colorado, precioso, que tenía la virtud de ir al cite, en la distancia larga, pareció, a punto de engañarnos, pero dejó poco más allá de la inercia del viaje. Cuando tuvo que emplearse, acortó terreno, quedo, pensándolo en la muleta de Leandro, que quería volar alto. Por el izquierdo tomó los dos primeros de vértigo: se quedó en el muslo. No pasaba. Leandro tiró por ese camino. Plantó cara al pitón difícil, y tragó el toro un poco más, sin remate, hasta que la espada echó un borrón. A toriles se fue el quinto, como si le hubieran chivado en corrales la estrategia de la tarde: de embestir ni hablamos. Antes de tomar la muleta, ya estaba allí. Había debatido el tercio de varas entre un picador y el otro. Jornada intensiva en el caballo: toda la tarde. Casi todos igual. La nobleza del toro estaba a la altura de su falta de casta. La faena de Leandro quedó monótona. No había nada que sacar. Repetitiva la tarde. La mansedumbre fue, queda dicho, el pecado mortal. Que San Isidro nos libre. Y nos reconcilie.

 

Jumillano y el traje de siete mil pesetas
Ocho fueron los festejos que dieron forma a la Feria de San Isidro que se anunció en 1953, Y en la segunda función del abono, celebrada el lunes 11 de mayo, Jumillano confirmó su alternativa –adquirida en Barcelona, el 10 de agosto del año anterior, teniendo como padrino a Parrita, que le cedió la muerte del toro «Rondeño», de Manuel Sánchez Cobaleda y de testigo a Rafael Ortega–. Para refrendar su doctorado tuvo como padrino de la ceremonia a Julio Aparicio y el testigo fue Juan Posada. Aquella tarde se lidiaron astados de la viuda de Galache, protestados por su poco trapío y de poco juego. La tarde no discurrió por cauces brillantes ni triunfales. Lo más destacado fueron los lances de capa, de manos muy bajas, ejecutados por el propio Jumillano, que, según cuentan las crónicas, estrenó ese día un terno que le costó siete mil pesetas de entonces.