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Alimentación

Ahora el Estado del Paladar

Las políticas prohibicionistas que crecen al amparo del fomento de dietas saludables para nuestros hijos olvidan que su educación es responsabilidad de los padres

Ahora el Estado del Paladar
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Por nuestro bien, nos dice el Estado paternalista. Con esa arrogancia que se jacta de conocer lo que nos conviene en cada momento mejor que nosotros mismos… Y si es por nuestro bien, ninguna restricción a la libertad de elegir de los individuos está más justificada que las impuestas en nombre de la salud. Apolillándose en el desván de la historia el fracaso estrepitoso del intervencionismo y la planificación como instrumentos para el desarrollo y el progreso económico, el engreído Estado filantrópico ha encontrado nuevas vías para su expansión en un campo tradicionalmente tan íntimo y personal como los hábitos de consumo. Fumar, beber o mantener una dieta más o menos rica en grasas ha dejado de ser una manifestación de la libertad individual y un ejercicio de responsabilidad. Se ha convertido en un problema de salud pública. Si la nicotina o el colesterol pueden ser una causa de muerte, estamos ante una enfermedad que requiere, cómo no, la intervención salvadora del Estado.
Sobre estas falsas premisas, el campo expedito para la intervención pública es ilimitado: de la nicotina al alcohol, y de éste a las hamburguesas y al pescado sin congelar, para pasar después a los bollos, los refrescos y –¿por qué no?– también la carne roja, los pimientos de piquillo (que todo llegará)… y acabar así todos sometidos a una dieta saludable que nos mantendrá eternamente jóvenes en un mundo feliz.
Merendar una tarde con nuestro hijos en el McDonald's va camino de convertirse en un acto de libertad. Y el entusiasmo gubernamental por erradicar a los chavales gorditos de las aulas, inversamente proporcional al que manifiesta por su formación académica y personal. Se acabó el donut y el bollicao. Prohibidos los refrescos en el recreo. De nuestras aulas podrán salir ignorantes a espuertas, generaciones enteras liberadas del peso del esfuerzo, el mérito y la responsabilidad (auténticos rebaños indolentes y dóciles listos para, desde la indigencia moral y académica más absoluta, engordar la sociedad igualitaria que le han preparado las falsas ideas del progresismo, como denuncia con lucidez e ironía Javier Orrico en «La enseñanza destruida»), pero nunca adolescentes sin un cuerpo danone. Ellas, ante una paradoja imposible de resolver desde el sentido común: adultas para abortar sin consentimiento paterno, incapacitadas para comerse un bollo de chocolate si les apetece. Hace dos años el Ministerio de Sanidad lanzó un plan para clasificar a los alumnos por su peso. Los chavales con sobrepeso tenían que quedarse después de clase o en los recreos a recibir charlas y participar en actividades destinadas a la formación de hábitos alimentarios saludables. Ahora lo saben todo sobre la verdura y la dieta mediterránea. Nadie se hubiera atrevido a obligar a esos mismos alumnos a dedicar más horas de clase a mejorar sus conocimientos en Matemáticas o en Historia. Hoy es posible que sepan más de las propiedades del aceite de oliva (aunque se zampen los donuts a pares) que de las posesiones de España en su época imperial. Que nadie pretenda sugerirles que sin esfuerzo no hay recompensa. Hace tiempo que nuestro sistema educativo ya no tiene como objetivo enseñar, transmitir conocimientos y facilitar el acceso a una tradición cultural y a los valores que le acompañan. La escuela ha sido transformada en una factoría para diluir las diferencias en una ignorancia compartida y solidaria. Pero esto es harina de otro costal.
Las políticas prohibicionistas que se extienden al amparo del fomento de dietas saludables para nuestros hijos olvidan que su educación es responsabilidad de los padres. Y que cuando el Estado asume el papel de los padres, todos acabamos convertidos en niños: menores de edad inhabilitados para decidir qué conviene o no a nuestras vidas. Si el objetivo final del poder público fuera el de velar por nuestra salud, ¿por qué ese empeño en prohibir sólo comportamientos de consumo y no atajar otras actividades voluntarias que también entrañan riesgos, incluso para nuestra vida? ¿Por qué no prohibir los partidos de solteros contra casados, tan prolíficos en lesiones de gravedad, o patinar sobre hielo en Navidad, con el peligro que conlleva? ¿Por qué no la escalada libre en los Picos de Europa o los encierros de las fiestas de nuestros pueblos? No. El objetivo no es nuestra salud. Es otro distinto. El que siempre ha buscado el paternalismo estatal: impedir la proliferación de ciudadanos con criterio formado para decidir como adultos responsables... Para alimentarse o para depositar el voto. La legislación creciente sobre asuntos hasta hoy considerados exclusivos del ámbito individual suscita en muchos casos el chiste y la carcajada. No nos equivoquemos. Su afán prohibitorio encierra peligro. Supone un retroceso en el desarrollo de la idea de la libertad, que en los dos últimos siglos había evolucionado de la participación activa en el poder colectivo al goce tranquilo de la independencia individual. No hay libertad sin responsabilidad. Mantengámonos en alerta. Los mismos políticos manirrotos que han quebrado el Estado del Bienestar están empeñados ahora en imponernos su saludable Estado del Paladar. Es por nuestro bien, insisten. ¡Qué pelmas!