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La lija de la saliva por José Luis Alvite

La Razón
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Con la muerte de Whitney Houston volveremos a darnos cuenta de lo fácil que es encariñarse con la gente que se equivoca de rumbo y hace cuanto puede para perderse en el camino o para arrojarse al vacío cuando descubren que más allá del placer de la gloria sólo tienen cierto encanto la decepción y el fracaso. Es cierto que nadie entra vivo en la posteridad, tan cierto como que si hay algo verdaderamente conmovedor en la vida de quien triunfa es su obsesiva decisión por procurarse la desolación y caer luego en el olvido. Un tipo al que la mala vida le había devuelto sin remisión al pozo del que saliera para hacerse rico, me dijo de madrugada en un garito que lo malo de ser inmensamente rico es que si te quedas dormido no podrás disfrutar de la maravillosa habitación que te permitiste el lujo de pagar esa noche. Supongo que a la pobre Whitney le ocurrió como a aquel tipo y que harta de comer se dijo a sí misma que una vez calmado con gula el apetito, un ser humano sólo puede encontrar algo de placer en el instante de vomitar el exceso de lo que ha comido. Cuando alguien cubre por completo sus necesidades, a veces ya sólo le queda procurarse el alimento de sus vicios, y algo así pudo ocurrirle a la hermosa Whitney, que se casó con el hombre equivocado, ganó tanto dinero que se le quedaron pequeñas las manos para contarlo, levantó el pie del freno y no tardó en darse cuenta de que lo único que quedaba en pie de sus sueños eran las jodidas pesadillas. Un día descubrió que de su maravillosa voz le quedaba apenas en la boca la lija lisérgica de la saliva. Alguien encontró su cadáver en la bañera de un hotel. Acababa de anochecer. La cabrona de la muerte ni siquiera esperó para darle los buenos días a su cadáver…