Europa

Bruselas

Gente sudada (y III) por José Luis Alvite

La Razón
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A veces se puede intuir la personalidad de un hombre por la geometría del sudor que traspasa la espalda de su camisa, igual que por la fragancia de su perfume se puede averiguar el alma de una mujer o su declaración de la renta. El sudor es una vicisitud emocional, un rasgo revelador que, además del calor, delata el esfuerzo, la angustia o el miedo, como en el caso del cálido sudor varonil del tipo que parte leña para calentar su cabaña en el monte, o el sudor frío y premonitorio del reo que aguarda su caminata trágica por el corredor de la muerte. Me producen rechazo los hombres que no sudan, que suelen ser los mismos que por lo general jamás reflexionan sobre algo si no es para tomar la decisión más sensata, que a mí me parece casi siempre la menos acertada. Puede haber excepciones, como era el caso de don Manuel Fraga Iribarne, que, llevado por su personalidad reflexiva y a la vez fogosa, adoptaba la actitud de alguien lo bastante inteligente como para conseguir que a pesar de sus esfuerzos permaneciese seca su camisa y le sudase en cambio el séquito. Yo creo que lo que determina la decadencia de Europa es el predominio abrumador y desodorante de una casta de políticos fríos, oftálmicos y objetivos, impasibles témpanos de perfume y de alpaca, individuos alejados del sofocante calor social de la calle. Vivimos los europeos a merced de políticos ateridos de mármol en el interior de sus cadáveres, tipos liofilizados en cuyos pechos lo que se escucha no es el corazón, sino el climatizador del aire. Mientras la gente sudada espera la redención de su pobreza, de los taxidermistas de Bruselas lo que se aguarda no es el despertar de la felicidad, sino la clonación de la miseria.