España

Solidaridad amenazada

La Razón
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El secuestro de los tres cooperantes españoles en el Magreb ha iluminado dramáticamente el lado más oscuro y peligroso al que se enfrentan las ONG en los países subdesarrollados y en las zonas conflictivas. Según datos de la Comisión Europea difundidos ayer por la comisaria de Ayuda Humanitaria, Kristina Georgieva, en los últimos diez años se ha mutiplicado por tres el número de cooperantes muertos (de 30 a 102) y casi por cinco el de los secuestrados (de 20 a 92). «La seguridad está más comprometida que nunca», ha sentenciado Georgieva. Aunque el trabajo de los cooperantes nunca ha estado a salvo de la violencia, engendrada precisamente por la pobreza y la injusticia contra la que luchan, es evidente que el empeoramiento de las condiciones exige un cambio de actitud. Terroristas, bandas organizadas de delincuentes, narcotraficantes y sátrapas locales han descubierto en el cooperante occidental una tentadora fuente de ingresos y de propaganda. Minusvalorar esta realidad es un suicidio. Como es natural, no se trata de anular proyectos o de suprimir programas de ayuda, lo que sería nefasto para millones de personas que confían su supervivencia a la ayuda humanitaria de los países ricos. De lo que se trata es de planificar las acciones con el rigor y la seguridad necesarios. La experiencia de Acciò Solidaria es lo bastante concluyente como para ponerla de ejemplo de lo que no se debe hacer en una zona altamente volátil. Pero no basta con que las ONG extremen la prudencia. También es responsabilidad de los poderes públicos velar por la integridad de los ciudadanos y por la ejecución segura de sus proyectos mediante la evaluación de los riesgos, el asesoramiento y la asistencia sobre el terreno. Al mismo tiempo, es necesario que los organismos internacionales, empezando por la ONU, refuercen la figura del cooperante y le brinden mayor protección física y jurídica. Las organizaciones solidarias y de voluntariado son un activo fundamental de nuestra sociedad, y en ellas participan activamente miles de personas, la mayoría de forma altruista. España tiene una larga tradición de ayuda a los países pobres, como lo atestigua la presencia permanente en ellos de veinte mil misioneros, educadores y personal sanitario. Proteger y fortalecer este impulso solidario, que no cesa de crecer día tras día, es tarea de todos, pero también de las administraciones públicas. En este punto, convendría apelar a la responsabilidad y al rigor para que no se dé gato por liebre y no se utilice la generosidad ajena para el beneficio personal. O, peor aún, para enjuagues ideológicos destinados a comprar voluntades políticas. Carecen totalmente de sentido y son una estafa a la sociedad esas ONG cuya principal fuente de financiación son los organismos públicos; con apoyo social muy limitado y sin peso específico, apenas son una cáscara vacía que se nutre de subvenciones «amigas» destinadas a mantener su burocracia acomodada, y cuyas actividades en el exterior se parecen más a los viajes turísticos que al duro trabajo solidario. En suma, sin caer en alarmismos, el vasto movimiento solidario deberá revisar su forma de trabajo para evitar riesgos sin frenar su actividad.