Historia

Nueva York

Mujer con «margarita»

La Razón
La RazónLa Razón

Yo llevaba un rato pensativo en la barra del piano bar, abatido por el calor y la desidia, y la vi al levantar la cabeza, reflejada en un espejo que dispersaba el tiempo, la realidad y la luz. La suya era la única mesa ocupada del local. No podría decir como iba vestida y casi olvidé el lacónico gesto de su peinado, ni podría asegurar si en su mirada lo que abundaba era el escepticismo, la indiferencia o el sueño. Recuerdo su brazo reptil y estilizado, como una hidra de seda rematada entre los dedos de la mano con el anzuelo verde de un cocktail «Margarita». Le dio un sorbo breve. Brillaron en sus labios, como un aforismo de parafina, la sal y el azúcar del filo escarchado de la copa. Por la mirada desentendida del barman supe que era una elegante mujer de paso, una de esas apariciones internacionales que nunca confunden el apetito con el hambre, ni se apuran jamás hasta el sudor, una mujer sin duda acostumbrada a que la mancha más ruin de su alma no fuese más indeleble que el último sello de su pasaporte. Necesitaba sincerarme sobre mi mala suerte con el barman, así que no me importó dejar al descubierto mis sensaciones, mientras él recogía en el aire con un bayeta de «Lacoste» las enjoyadas motas del polvo en aquella atmósfera discretamente alumbrada por una limonada de luz a juego con el cocktail verde de aquella bendita mujer: «Jamás tendré la suerte de que me escupa siquiera a la cara una mujer como ésa, muchacho, pero no me importa ser su espectador. He visto ondear muchas veces la belleza en el porte de alguien como ella. Sé cómo caminan. En Nueva York, la dicción de sus pisadas resuena en el vestíbulo del Waldorf como la batuta de Von Barajan golpeando delicadamente en el Carnegie el canto del atril. Amigo mío, he de admitir que en el religioso silencio de la expectación que despierta alguien como ella, un tipo como yo sólo podría ser el inoportuno carraspeo del anciano acatarrado que demora el concierto». El barman ladeó la sonrisa con la larva manida de un gesto en cualquier idioma y no dijo nada. Entonces volví los ojos hacia el espejo y ella ya no estaba reflejada en él. Pero el barman bajó en el ecualizador la música tórrida de David Grosin y pude escuchar cómo se alejaba hacia el vestíbulo del hotel la castañuela de los pasos de aquella mujer bella, elegante e internacional que sostenía su «Margarita» con la esgrima sedada de un tirador de florete y en cuya compañía no me habría importado ser su exceso de equipaje.