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Orar con esperanza (I)

La Razón
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La semana pasada escribía sobre la necesidad de orar con esperanza en el momento que vivimos. No podemos dejar de orar: sólo Dios salva. A la vista de la grave situación humana y social que atravesamos, hago mías las necesidades que tanto preocupan: desde la realidad lacerante del paro tan generalizado y de tan amplias consecuencias, a aquella otra realidad tan apremiante como es la emergencia educativa que tan hondamente afecta a nuestra sociedad, pasando por tantas otras de hondo calado y profundidad diversa. Como hombres de fe y como Iglesia, sentimos la necesidad de suplicar la ayuda y el favor de Dios sobre nosotros, sobre todos y cada uno de los hombres, sobre la sociedad y sobre la Iglesia, sobre España y el mundo entero, sobre nuestras familias y sobre nuestros pueblos con sus dificultades y sus inquietudes, tan concretas. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y los sufrimientos de los hombres, son también de la Iglesia; nada que sea verdaderamente humano le es ajeno a la Iglesia, como no le es ajeno a Jesucristo y a su humanidad, que es la nuestra.

Cierto que no podemos dejar de orar para que al terrible problema del desempleo y a la crisis económica se le encuentren soluciones y se le apliquen medidas justas y de futuro, que respondan a la dignidad humana y al bien común, inseparable del bien de la persona. Objeto de nuestra súplica son también otras muchas y vivas necesidades.

Siento necesidad de suplicar para que nunca más golpee el terrorismo en nuestras tierras de España –ni en ninguna parte del mundo– y que acabe la persecución religiosa de cristianos en diversas partes del mundo; que se multiplique la misericordia de Dios y la solidaridad, la ayuda de la caridad y de la justicia de los hombres en favor de las víctimas. Que crezca en todos los ciudadanos y personas de bien un verdadero amor al hombre, a todo hombre sin excepción alguna ni marginación de ningún tipo; que se respete la vida del hombre en todas y cada una de las fases de su existencia, desde el principio de su ser hasta su muerte natural –qué terrible, más de 113.000 abortos, ¡es lo más grave que está sucediendo!– ni se le manipule, ni se le instrumentalice para otras causas o intereses, aunque puedan tener apariencia de nobles. Que la ciencia se ponga al servicio del hombre, no a la inversa, que se ejerza con conciencia para que no se vuelva contra el propio hombre.

Necesitamos asimismo la ayuda del Cielo, el auxilio de Dios ante la ingente tarea de evangelizar que hoy tantísimo urge y apremia. Ante la fuerte secularización y el laicismo imperante o la ideología laicista que se extiende como una gran mancha de aceite, siento la necesidad acuciante de pedir por España: que sepa recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por un profundo amor al hermano; para sacar de ahí fuerza renovada y renovadora que nos haga infatigables creadores de diálogo verdadero y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral de nuestro pueblo. Pedir por las gentes de España para que no pierdan sus raíces católicas sino que las aviven, que no dejen de asentarse en sus sólidos cimientos cristianos, alma de sus pueblos y base de su unidad más preciada y amasada con criterios de fe y principios morales que no podemos debilitar y a los que, menos aún, podemos renunciar. Necesitamos implorar la fuerza y la sabiduría de lo Alto. Orar sin desfallecer y suplicar de todo corazón que se fortalezca la fe y el testimonio de todos los fieles cristianos, en todas las partes y de manera muy principal en España, que crean los que están alejados o viven con una fe debilitada o sin ella: no da lo mismo creer que no creer para el futuro y el logro del hombre y de la Humanidad, y para el futuro de nuestra Nación. ¡Ah! si creyésemos más hondamente, si avivásemos y fortaleciésemos la fe en Jesucristo, camino de Dios al hombre y del hombre a cada hombre: nos acercaríamos, sin duda, más al hombre, a todo hombre, sea cual fuere su condición, se consolidaría fuertemente la convivencia entre todos y se sembraría concordia y paz.

Por ello, me siento urgido a suplicar que se nos quiten los complejos y los miedos de aparecer como cristianos; que se nos conceda la fortaleza y valentía para que se nos note lo que somos, católicos, y que, sin temor, salgamos a donde están los hombres claramente a evangelizar, dar testimonio y hacer presente, en obras y palabras, el Evangelio vivo de Jesucristo, que es fuerza de salvación para todo el que cree, fuente y raíz de toda esperanza y de humanización verdadera. Que, arraigados en el Evangelio, vivamos de verdad las exigencias del Evangelio para contribuir decididamente a la renovación de la sociedad, a la creación de una nueva cultura de la vida y de la fraternidad y de una nueva civilización del amor. Que Dios nos conceda, en suma, una revitalización y trabazón cristiana de nuestras comunidades cristianas para hacer posible un nuevo, fuerte y buen tejido de nuestra sociedad.