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Alcaraz y Bildu en Murcia

La Razón
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El viernes por la noche, en la ciudad de Murcia, tuvo lugar la entrega de la primera edición de los premios Rufete en Lorca y Camachuelo trompetero. La iniciativa, que arranca del programa que dirijo en la cadena «Es.Radio», pretende que los oyentes y telespectadores elijan a la mayor calamidad del año y, a la vez, a un ejemplo de valor cívico. De manera comprensible, el premio Rufete en Lorca fue a parar a ZP y el Camachuelo trompetero a Francisco José Alcaraz. Hasta ahí, todo normal. Menos normal fue que la puerta de acceso al local donde se entregaban los premios fuera cercada por los indignantes, que algunos de ellos se infiltraran en el acto para estudiar la mejor manera de reventarlo y que incluso apareciera algún fotógrafo de un medio local porque les habían avisado de que se iba a armar la marimorena. Como el público que atestaba la sala estaba entusiasmado con el programa, como las fuerzas de orden público realizan su labor a la perfección cuando las dejan y como Alcaraz estuvo muy elocuente no sucedió nada en el interior e incluso me dicen que algunas de las indignantes acabaron dando palmas al final del acto acompañando a un coro Gospel que cantaba «Oh Happy Day!». Hasta ahí, lo que podía haber sido anormal también se encauzó normalmente. Señaló Alcaraz –y nos puso a todos un nudo en la garganta– que se sentía derrotado viendo a Bildu en las instituciones, agradeció vivamente emocionado el premio y quiso dedicárselo a un guardia civil, también víctima del terrorismo, fallecido recientemente. El testimonio de Mamen, su mujer, subrayó de manera conmovedora lo que habían sido años de lucha en pro de las víctimas del terrorismo. Una hora y media después se produjo lo verdaderamente anormal. Al concluir el programa, los indignantes seguían acechando en la calle y comenzaron a gritar: «¡Gora ETA! ¡Gora Euzkadi askatuta!». No contentos con jalear a una banda de asesinos que ha quitado la vida a un millar de españoles, también se pusieron a increpar a Alcaraz por haberse manifestado contrario a Bildu e incluso le preguntaron chulescamente cómo se podía haber opuesto a la segunda fuerza política vasca. Y lo más surrealista es que todo esto sucedía no en Mondragón, no en Elgoibar y no en San Sebastián, sino en Murcia. Hace años que llegué a la conclusión de que los nacionalismos son un cáncer capaz de destruir el orden constitucional. Temo que, por desgracia, han comenzado su metástasis. El drama no ha comenzado esta semana con Bildu. Se inició cuando Pujol implantó la inmersión lingüística y un Tribunal Constitucional de socialistas y nacionalistas la dio por buena. Continuó cuando Maragall quitó los retratos del Rey de las comisarías de Barcelona –como los concejales de Bildu– y casi nadie protestó. Dio un salto cuando gente del gobierno nacional-socialista de Cataluña pactó con ETA en el sur de Francia y nadie fue a la cárcel. Lo que ha venido después –nuevo estatuto de Cataluña, PCTV y ANV, Bildu…– han sido sólo pasos de un sendero terrible que se inició hace años. Muy cerca debemos de estar de la defunción cuando unos canallas pueden gritarle a una víctima del terrorismo y lo hacen no en sus territorios naturales sino en lugar tan encantador y sosegado como es Murcia.