San Sebastián

Los escupitajos de Stone por Pedro Alberto Cruz Sánchez

La Razón
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Oliver Stone es básicamente un director mediocre que se ha granjeado una reputación de polemista por abordar los temas más calientes y conflictivos de la historia reciente de los EE UU: Vietnam, Wall Street, el patriotismo, la política, la violencia… Pese a sus esfuerzos por llamar la atención y ser el «enfant terrible» de la industria cinematográfica actual, no se le conoce todavía un título digno de pasar una criba mínimamente rigurosa: «Platoon» (1986), «Wall Street» (1987), «Nacido el cuatro de julio» (1989) o «Asesinos natos» (1994) –por citar algunas de sus realizaciones más conocidas– no dejan de ser piezas discretas, peleonas, que jamás consiguen oler de cerca el exclusivo aroma de la genialidad. Pese a ello, Stone no deja de investirse de una autoridad moral e intelectual que, para asombro de muchos, no para de escupir sobre la cara de numerosos testigos atónitos por tanta desfachatez.Desde luego, todo el mundo sabe que ha pasado por el Festival de San Sebastián. ¿Para qué?
El sentido común no da para colegir determinadas negruras de la experiencia, pero, evidentemente, si algo quedará de la presente edición, para sospresa, es la cantidad de chorradas por minuto mediático que ha sido capaz de ingeniar su cabeza con tal de hacerse un hueco en periódicos e informativos. A estas alturas, a Oliver Stone la calidad de sus filmes le importa un bledo: viaja a todas partes con el «vademecum del polemista», sabedor de los temas sobre los que tiene que desbarrar según la localización geopolítica en la que se halle. Aznar, la marihuana, el sexo, Obama… son palabras destinadas a ser «trending topic» en el momento en que cualquier oportunista construya un discurso incendiario ad hoc para ellas. Lo triste de esta época es que Stone es uno de sus máximos y fieles exponentes: el riguroso ejercicio intelectual ha dejado paso a un «clownismo» aplaudido a rabiar por las libretas de apuntes de la ruedas de prensa, que escriben en letras capitales y con varias líneas de subrayado las fantochadas de estos anacrónicos «epatadores de burgueses», inasequibles al desánimo y también a la autoconciencia de estupidez.