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Pulpa de corcho
Es curioso que en los países avanzados la construcción de la sociedad se haya hecho a expensas de la destrucción de la familia. Un país no puede considerarse próspero hasta que por fin las calles de sus ciudades se llenan de aturdida gente de paso y en las carreteras aumenta el número de conductores que dormitan con los ojos abiertos y el corazón tramando la muerte a bocajarro, arrimados en Nochebuena al arcén. Se supone que el progreso cuaja justo en la medida en la que ha sido desacreditado el arraigo y fragua en su lugar una población flotante formada por tipos que caminan por las calles sin saber muy bien cuál es el objeto de no retroceder, ni el motivo por el que seguir adelante. Cada vez hay menos gente que crece en la casa en la que nació y son muchos menos los que mueren en la ciudad en la que se bautizaron, sin olvidar que en muchos hogares españoles en los rigores meteorológicos de enero hace mucho más frío que a la misma hora en la calle, porque encender la calefacción sale más caro que plantarle fuego al piso. La mayoría de mis amigas son divorciadas y viven solas, instaladas en pisos por lo general agradables, y sin embargo salen por la noche porque no soportan esa estricta soledad civil y sé de alguna a la que no le importaría que alguien entrase de madrugada en su apartamento a robar porque sabe que es la única posibilidad de relacionarse con un fulano que no huela como la farmacia, que no se pase de amable y que tenga cierto peligro. En los barrios suburbanos a veces hay demasiadas moscas en el portal y baja las escaleras un tufo que no es del guiso de antes, sino del cadáver del ahora, que se pudre rigurosamente solo, quién sabe si incluso con dos dedos tapando como pinzas las narices para soportar el mal olor. Son gente mayor que tampoco parecen familia de nadie, una generación de ancianos solitarios y desarraigados que ni tienen con quien hablar, ni saben de quién les sostenga la cabeza para morir mirándose los pies a lo largo de la cama, ni al final sabrían con quien contar para que los amortaje. Toda esa gente que se muere en el anonimato de la rigurosa soledad está creando cementerios sin duelo y sin flores, terrosos sepulcros sin lápida, necrópolis marrones y ventosas a las que cualquier día llegaremos, estupefactos y sin compañía, sentados al volante del coche fúnebre. Hace unos días me fijé en que mi amiga P. estaba sentada en la barra del bar con las manos descansando de palmas sobre el vientre, triste, perpleja, indiferente, pensando acaso en los afrutados y lejanos días de la fertilidad y la familia, como si supiese que estaba acariciando la falsa pulpa de corcho de un impertérrito belén de barro.
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