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Patente de corso

La Razón
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La diferencia entre un canalla y un héroe es sutil a veces, sobre todo en las guerras de intereses. Para los franceses, el sangriento Robespierre es un alma excelsa, indispensable para entender la revolución. La historiografía anglosajona –que no pierde comba a la hora de caricaturizar el trato español a los indios– esconde pudorosamente la extinción de comanches y cherokees en América del Norte, y eleva al Séptimo de Caballería al limbo de la excelencia. El «hacker» es el equivalente histórico del mercenario o el guerrillero. Temido cuando sabotea las empresas o las redes oficiales de datos, pero admirado cuando revela secretos inconcebibles –Wikileaks– o se enfrenta al control policial del ciudadano. Que los «hackers» dispongan de su propio satélite en el espacio puede estimular sueños de libertad cibernética a espaldas del FBI o la CIA, el Fondo Monetario o Interpol, pero no se confíen. Ya demostró Isabel I de Inglaterra lo que hace el poder con los piratas: utilizarlos. Cuando Drake, un rufián sanguinario, recibe de la reina patente de corso en 1570, obtiene autorización para practicar actos prohibidos contra los enemigos de su patria. La operación británica nos costó, para empezar, el saqueo de Santo Domingo, Cartagena de Indias y San Agustín de la Florida; el bombardeo de La Habana, y el incendio de 18 buques de la Armada Invencible en la bahía de Cádiz. ¿Era Sir Francis Drake un héroe o un villano? Pues depende del país con que se mire. Si los «hackers» fletan un satélite, no faltarán paganos para torpedear los flujos nacionales o empresariales ajenos. Siempre habrá quien les otorgue patente de corso.