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Gabardina verde por José Luis Alvite

La Razón
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Por muchas razones me gusta la gente solitaria. Una de ellas es porque gracias a la soledad acepté llevar de madrugada a su casa a aquella chica negra a la que conocí en un local de alterne a las afueras de la ciudad. Me dijo ella: «No esperes nada especial de mí si me acompañas y entras conmigo al piso. Llegado ese momento, ni yo seré la puta charlatana de hace un rato, ni serás tú el jodido cliente que pagó esta noche mis copas. Tengo en casa a mi hijo de seis años. Lo único que deseo es que al despertar por la mañana ese niño sepa que es cierto que mientras dormía lo arropó un hombre». Era lo que ella esperaba de mí y eso fue exactamente lo que hice. Después ella se acostó y yo me senté a los pies de su cama y le hablé a oscuras hasta que lentamente la venció el sueño. Entonces bajé a la calle, arranqué el coche y vagué por la ciudad. No descuidé mi trabajo, pero estuve tres días sin aparecer por casa. Al final una noche me fulminó el sueño mientras escuchaba música cansada en un club de jazz. Recién amanecido, el dueño del local me tocó en un hombro y me dijo que era hora de vaciar los ceniceros y de marchar. Supuse que era suya la gabardina verde con la que me había protegido del frío. «No es mía –dijo–. Mientras dormías te la puso sobre el pecho una muchacha negra que sólo un par de veces había estado aquí. Tus copas las pagó ella». La chica negra se había mudado a otra ciudad y no volví a saber de ella. Un día de verano se jodió mi matrimonio y me encontré en la calle calzado con zapatos de goma. Mi hija nunca me preguntó si es cierto que por la noche alguna vez la arropó un hombre…