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Demagogia sin techo
Gallardón, alcalde de Madrid, ha generado polémica al pedir una ley estatal que permita a los ayuntamientos sacar a los «sin techo» de las calles. Ha matizado mucho, supongo que para que no lo tachen de «fascista» (insulto y/o argumento favorito de «este país»). La «retirada» se haría siempre y cuando existan recursos públicos de asistencia que provean a los indigentes de una cama limpia y un cielo raso municipal, en vez de la acostumbrada caja de cartón que suelen usar. Inmediatamente, al alcalde madrileño se le ha echado encima la opinión «publicada». No la pública, o al menos eso indican varias encuestas «on-line» que se han realizado estos días: una sensible mayoría de los que han votado está a favor de la propuesta. Pero la opinión «publicada», y la de la oposición política, ha acusado casi unánimemente a Gallardón de señoritingo, de clasista, de no saber distinguir política social y beneficencia, de confundir casi a seres humanos desvalidos con esos muebles viejos que retira los miércoles el Ayuntamiento, etc.
El asunto se presta a hacer demagogia barata, a la que todos somos muy aficionados por estos pagos. Y más cuando nos sentimos a salvo del «problema». Cuando vivimos lejos de los sin-techo de la Gran Vía madrileña, por ejemplo, en un bonito y tranquilo barrio en el que jamás hemos tenido que salir corriendo, con nuestra hija pequeña en volandas, al tropezarnos con esa pobre señora que acampa bajo el escaparate de una famosa tienda que hace esquina con Callao y que, al carecer de baño «en suite», hace sus necesidades mayores y menores en la calle, rodeada de una multitud de turistas de fin de semana que vienen a visitar la capital y se van a su casa más contentos de lo que llegaron. Así, resulta fácil hablar en nombre de los derechos de los «ciudadanos» y de las intenciones poco tolerantes del alcalde. Así, es sencilla la prédica bienpensante. Quienes no padecen en la puerta de su casa dificultades de orden público, y de higiene pública, encuentran con más facilidad las palabras necesarias para ponerse contra la intención de Gallardón: «libertad, derechos, buen rollo, humanismo, progreso, solidaridad, no te cortes, exprésate, viva la gente…».
Pero la triste realidad del centro de Madrid es otra: la de una capital europea que ve cada día cómo su corazón se deslustra, se malogra, se ensombrece. Las parejas jóvenes lo abandonan cuando se plantean tener hijos. El centro agoniza. Putas y mendigos lo observan con ojos abatidos. Es arduo criar ahí a un niño que, cuando pise la acera, se verá obligado a caminar junto al rostro de la desesperanza, con su carga terrible de suciedad, dolencias y abandono.
Gallardón no desbarra: que un regidor municipal vele por el orden público de su ciudad no es incompatible con una actitud de humanidad y consuelo hacia los indigentes, muchos de ellos con enfermedades mentales graves o problemas de drogadicción y desarraigo que precisan atención urgente.
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