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Navidad (sin blanca) por Ángela Vallvey

La Razón
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«Oh, blanca Navidad», cantábamos antaño en la típica reunión familiar. Luego veíamos en la tele la película «Mujercitas», nos peleábamos con los cuñados, nos atracábamos de mazapán y volvíamos a casa en caravana, jurando que era «la última vez» que pasábamos tan señaladas fiestas con la suegra. Hogaño, la gasolina está muy cara y los cuñados, en paro, de modo que arreglamos la cena navideña en casa, con unos langostinos congelados y un licor de «marca blanca», entretanto el cabeza de familia recuerda la sabia máxima de Dean Martin: «Un hombre no está completamente borracho mientras pueda mantenerse tirado en el suelo sin tener que agarrarse a nada».

Antaño, en algunas regiones de Italia se dejaba la mesa puesta toda la noche del 24 de diciembre, para que la Virgen y el Niño bajaran a bendecirla. Hogaño, los italianos apuran con rapidez hasta las migas de su sobria pitanza no sea que llegue Monti y se lleve hasta las antorchas para la Misa del Gallo.

Desde tiempos remotos, en Suecia se celebra el ritual navideño con salchichas, pescado en salazón y cochinillo, regados con generosas pintas de cerveza. Hogaño, siguen festejándolo porque los nórdicos son pocos, ricos y bien organizados. Siempre han sabido hacer buenos negocios, no como los sureños, que somos muchos y mal organizados, y solemos tener la dudosa idea de que un buen negocio es adquirir mediante un préstamo de por vida el dinero que necesitamos y que deberíamos ganar haciendo buenos negocios. De la blanca Navidad, pasamos a la Navidad «sin blanca».

Tampoco nieva, pero hay días en los que, en las calles, se puede barrer la tristeza como si fuera nieve sucia. Pero, de pronto, un niño sonríe en una esquina y lo ilumina todo: y la Navidad es feliz y hay futuro.