Mónaco
La peluquera nazi
Les tengo miedo a las peluquerías, confieso. Carezco de una de esas melenas con las que se pueden hacer recogidos rimbombantes y dramáticos (para asistir a la boda de Alberto de Mónaco), que parecen pequeñas tiendas de campaña. Tampoco me he puesto extensiones en las greñas. O sea, quiero decir que no tengo muchos pelos, ni siquiera tengo pelos en la lengua.
La culpa de mis trastornos emocional/capilares la tiene mi peluquera de cabecera, valga la redundancia, que posee un negociado totalitario en mi barrio. Yo la llamo Madame Hitler o, ya en plan simpática, sencillamente «la peluquera nazi». Visitaba su peluquería por comodidad, porque queda en la esquina de mi calle. Llegaba con la esperanza de que me tocara alguna de sus tres compañeras, unas chicas sonrientes, cuidadosas y normales que jamás me fueron asignadas. Siempre que entraba por la puerta, la peluquera nazi, «casualmente» estaba desocupada, de modo que se dirigía hacia mí con sus andares amenazadores. «Lavar, recortar y peinar», me espetaba nada más verme. Yo respondía –soy cobarde, lo sé–: «¡Señor, sí señor!», y ponía mi vida en sus manos rogando a los cielos que esta vez fuese diferente, que ella hubiera cambiado en los últimos catorce días, que hubiese tenido alguna experiencia que la hubiera humanizado… Todas mis ilusiones se iban por el desagüe del desengaño como los restos de un aclarado con champú barato. Me agarraba por los pelos y, mientras fingía arreglármelos, parecía que mantenía conmigo su penúltima pelea de arpías diaria.
Intenté cambiar de peluquería. Me fui a otra zona de la ciudad, a una muy fina que me recomendaron, pero la cosa tampoco funcionó: salí de allí tan desorientada que no recordaba ni dónde vivía. No sé lo que me hicieron en la cabeza. O quizás lo que me trastornó fue la cuenta de doscientos euros que me cobraron por ponerme el pelo de color rosa y los nervios de punta. No me hicieron nada de lo que les pedí: tenían grandes planes para mi cabellera, como los guerreros sioux. Imaginen que le piden a un taxista que les lleve al aeropuerto y el pavo les suelta: «no, al aeropuerto ni hablar, a usted le conviene ir a Cercedilla». Pues igual. En vez de la peluquera nazi me las tuve que ver con una especie de modelo altiva que no paró de invadir mi intimidad y me acomplejó aún más.
Un día tropecé con una academia de peluquería. Los aprendices eran chicos de distintos colores. El monitor era de todos los colores juntos. Una joven croata me atendió con modales de geisha. Se sentía más insegura que yo. No hablaba mucho porque apenas sabía español. Era perfecta. Me hizo tres veces mejor trabajo que la peluquera nazi y me cobró la tercera parte. (Por eso me gustan los aprendices: no se lo tienen creído, todavía). Ahora soy feliz. Adoro la libre competencia: ¡no volveré a ver a la peluquera nazi! Anda y que le den…
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