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El estiércol

La Razón
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No vivo en mis tiempos y huyo de Internet. Si algo tengo que consultar, me cobijo en mi biblioteca, que me ha costado más de cincuenta años de dedicación, esfuerzo y trabajo. Me preguntan si leo los comentarios que generan mis artículos, y los de otros foros, que creo los llaman así. Mi respuesta es contundente. No. No los leo porque, según me dicen, Internet es el reino de la cobardía, la calumnia y el anonimato. Puedo mantener una correspondencia –lo he hecho en centenares de ocasiones–, con mis críticos más feroces, siempre que sepa quiénes son. Las opiniones se firman, que ya somos mayores para insultar o elogiar desde los escondites miserables de lo incógnito. De ahí que me haya interesado el inteligente artículo, publicado en LA RAZÓN de Pedro A. Cruz Sánchez titulado «Las cloacas de Internet». En «las cartas al Director» que se publican en los periódicos, se exige la identificación del comunicante. Pero en Internet, de acuerdo con lo que me cuentan, el insulto, la calumnia e incluso la amenaza, salen gratis. Ignoro si técnicamente es posible establecer un control de acuerdo con las leyes vigentes. Ignoro si en otros países sucede lo mismo. Ignoro si los parlamentos tienen mimbres y músculos parta legislar al respecto. Claro, que el origen de ese campo abierto al anonimato, no es otro que los «Confidenciales», donde todo puede decirse, e incluso inventarse, desde el amparo de las nubes. No quiero decir con esto que todos los confidenciales sean iguales. Los hay serios, y los hay chungos. Pero en un periódico, en una radio o en una televisión, las opiniones que se vierten tienen firma, voz o imagen.

El anónimo más tonto que he recibido en mi ya larga vida de opiniones firmadas, y que guardo como un tesoro de la cobardía, lo recibí cuando escribía en ABC. Se trata de la carta de un batasuno indignado. Me adelantaba su intención de hacerme picadillo cuando me viera, amenazaba a mi familia, y me dedicaba una interminable cadena de insultos barriobajeros. Como buen cobarde, no firmaba. Y como buen cretino, no fue cuidadoso con su secreta y abominable identidad. Metió el escrito en un sobre timbrado, con su nombre, apellidos y dirección impresos. Con ayuda de la Telefónica di con su número de teléfono y llamé al cobarde. Se estercoló. –¿Cómo ha dado con mi teléfono?–; –porque usted es tan imbécil que envía un escrito sin firmar en un sobre timbrado–. Colgó como una nena asustada. Un valiente «gudari» de la «Lucha Armada».

La libertad, como todo bien democrático, se ejerce con nombre y apellidos, como bien resalta Cruz Sánchez. «Si no es así –prosigue–, se transforma en vandalismo, una variante del fascismo más virulento, que evita la posibilidad de la disensión en convivencia, para optar por la agresión o por la calumnia diseñada en laboratorio para favorecer el linchamiento moral y físico. ¿Quién está dispuesto a amparar por más tiempo toda esa red de cloacas, encargada de canalizar el detritus más hediondo de nuestra sociedad?». Así finaliza Cruz Sánchez su inteligente y valiente comentario. Los legisladores tienen que actuar, entre otras razones para que este humilde servidor se divierta con los comentarios acerca de sus artículos. Mientras se oculten en el podrido anonimato, no merecen la pena. Y me dicen que también los hay inteligentes, educados y discrepantes desde la medida y la sabiduría. También me informan que resultan desconsoladoras las faltas de ortografía. Legislen, por favor, que estoy deseando conocerlos. Siempre que firmen, claro.