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Nos queda la familia Un «Ministerio en la sombra» por Pau Marí-Klose

La Razón
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Decía un famoso sociólogo norteamericano, Christopher Lasch, que la familia es un refugio en un mundo sin corazón. Pocas veces es esto más cierto que en el curso de una crisis económica. Las familias suelen sacar del atolladero a sus miembros más vulnerables. En tiempos de adversidad, muchas familias cierran filas, ponen en común sus recursos y salen adelante gracias a la capacidad de esta institución de promover la solidaridad con los más desfavorecidos; aunque se trate de una solidaridad de alcance limitado, que se circunscribe a los desfavorecidos con los que nos unen lazos de sangre.

Hace años ya, pensando en las crisis vividas en España en los años ochenta y noventa, otro sociólogo, esta vez español, Julio Iglesias de Ussel, se refería a la familia como «el verdadero Ministerio de Asuntos Sociales». España se enfrentaba a esas crisis pretéritas con familias robustas, pero un Estado de Bienestar raquítico, que era incapaz de asegurar estándares adecuados de calidad de vida a las personas que atravesaban situaciones de infortunio social. España pasaba por ser un país «familista». La fortaleza institucional del matrimonio, la intensidad de los contactos familiares y los vínculos intergeneracionales, así como un sistema de valores que inculcaba expectativas de apoyo mutuo dentro de las familias, convertían a España (y a todo el sur de Europa) en un espacio singular, donde se alcanzaban cotas aceptables de bienestar para los más desfavorecidos a pesar del subdesarrollo del sector público. Las familias, aparentemente, se bastaban y sobraban. Cuando los sociólogos españoles viajábamos por el mundo, nuestros colegas extranjeros nos asaltaban invariablemente con una pregunta: con tasas tan altas de desempleo, ¿cómo es que no se producen disturbios sociales? La respuesta era obvia: la familia.

El escenario ha cambiado. Hemos vuelto a caer en crisis, y las familias españolas siguen ahí, prestando servicios impagables. La mayoría de familias cuentan con un recurso crucial para ayudar en este momento: son propietarias de sus viviendas. Miles de jóvenes permanecen junto a sus padres porque no podrían pagarse una vivienda; otros retornan al hogar de sus progenitores después de comprobar que les resulta económicamente inviable desarrollar un proyecto de vida independiente (los llamados «jóvenes boomerang»). En las condiciones actuales, donde 1,7 millones de hogares tienen a todos sus miembros activos en paro, dentro de las familias se están compartiendo los recursos disponibles. En muchos hogares la «pensión del abuelo» cobra una importancia insospechada. Por ejemplo, 164.000 niños más de los que hay ya vivirían bajo el umbral de la pobreza si en su hogar no entraran los ingresos de un pensionista.

Pero es conveniente no engañarse: las familias españolas no son ya lo que fueron. La capacidad para jugar el papel de colchón frente a la crisis ha quedado mermada. Ha aumentado significativamente el número de hogares donde viven personas solas, y ha disminuido el de hogares que reúnen a más de dos generaciones (y en los que, por tanto, hay un abuelo pensionista). La institución matrimonial ha perdido su centralidad, y un número creciente de parejas jóvenes eligen fórmulas de convivencia que implican niveles de compromiso más bajo (la relación «a distancia», la convivencia a prueba, la cohabitación fuera del matrimonio) y engendran estructuras de solidaridad más frágiles. El divorcio ha alcanzado niveles insólitamente elevados (superiores a los de Alemania, Francia o Holanda, países que históricamente nos «aventajaron») y, a resultas de ello, se ha disparado el número de hogares monoparentales, donde el riesgo de pobreza es muy alto.

En este nuevo escenario, la red de protección social que procuran las familias funciona, pero de manera menos intensa. Los niveles de pobreza han alcanzado cotas alarmantes, y entre ellos sobresale uno: las tasas de pobreza infantil se sitúan en un nivel sonrojante, a la cabeza de Europa (junto a países como Rumania, Lituania y Bulgaria). En estas condiciones, esta vez sí, urge que un «verdadero Ministerio de Asuntos Sociales» tome cartas en el asunto y apoye a las familias en su labor solidaria, como sucede en países similares al nuestro en nivel de desarrollo.

Pau Marí-Klose. Sociólogo.
Instituto de Políticas y Bienes Público.CSIC