Historia

Presentación

Pisadas con guante

La Razón
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Una mujer con la que había tenido algo que iba sin remedio a menos me dijo que si quería conservarla esa noche a mi lado, lo mejor sería que la llevase aquella madrugada de copas a cualquier lugar del que le resultase incomodo marchar.
«Sé que me enfadaré contigo y que me tentará la idea de dejarte plantado, pero reconozco que mi orgullo pierde mucho si tú no accedes a llevarme a casa y está lejos la parada de taxis», me dijo. Éramos personalidades contrapuestas y chocábamos casi con cualquier motivo, incluso si a ella le parecía que no había razón suficiente para estar de acuerdo en algo. Al poco de salir con ella me di cuenta de que lo que era incompatible con su manera de ser no era exactamente mi carácter, sino sus zapatos. Con el paso del tiempo y después de llevar años separados, una tarde me reconoció que la noche que rompió conmigo lo hizo porque a las divergencias de siempre se unió aquella noche la circunstancia de que la lastimase el calzado. La de aquella tarde fue una anécdota divertida y el comienzo de una buena amistad que mantenemos con agrado gracias a que cada vez que acude a nuestras citas, lo hace con zapatos de tapa baja. Yo agradecí su franqueza y le comenté que a veces la elegancia femenina era un arma de doble filo, algo que, de paso que realzaba la belleza de la mujer, le producía evidente incomodidad o insoportable dolor.
«A mí siempre me tentó la idea de que me abofetease una mujer con guantes –le confesé– porque la recordaría como si hubiese recibido un golpe afectuoso, un desaire de tiros largos, una elegante bofetada con ropa».
Ella no dijo nada y yo insistí: «Esas bofetadas enfundadas dejan siempre un recuerdo ilustrado, una especie de nostalgia sin rencor, un literario regusto de etiqueta, y no son como las bofetadas que una mujer te da con la mano desnuda, que son unas bofetadas que, si sientes algo por ella, te resultan íntimas y excitantes como si se tratase de una bofetada con lengua».
A ella se le hizo tarde y no recuerdo que le dijese nada más. La saliva de aquellas últimas frases me había secado la boca, así que acepté sus excusas y la dejé irse sin un solo reproche. Y aunque mi vida tomó otro rumbo y ya no la echo de menos, me pregunto si lo nuestro habría salido mejor en el caso de que ella llevase en los pies los guantes que no recuerdo haber visto nunca en sus manos. (A María del Pilar Carrión)