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Mirada de odio

La Razón
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Esta semana comenzó con uno de los peores actos antisemitas de que se tiene noticia en la Historia reciente de España. Un grupo de progres –entre los que iban incluidos musulmanes e incluso alguna musulmana con la cabeza cubierta con un velo– apareció por la Universidad Autónoma de Madrid con la intención de reventar unas Jornadas hispano-israelíes relacionadas con la energía. El resultado fue que, aparte de vocear consignas antisemitas durante dos horas, los energúmenos de la progresía golpearon a un empresario israelí cuyo delito fundamental era ser judío y al que identificaron porque alguien se refirió a él en hebreo. Gracias a Dios, el citado empresario se encuentra ya en Israel sano y salvo lejos de las turbas antisemitas que convocan en España profesores universitarios y organizaciones progresistas. Me cuentan que había dos circunstancias que le habían impresionado profundamente. La primera que, cuando estaba acorralado en el interior del automóvil, mientras los progresistas lo zarandeaban, lo coceaban y dejaban su tarjeta de visita pintando esvásticas, estuvo todo a punto de terminar en una tragedia. La segunda fue la mirada de odio de aquellos que gritaban lemas antisemitas y que debían considerarse valientes defensores de los oprimidos del globo golpeando un automóvil. Ciertamente, esa mirada de odio resulta especialmente inquietante teniendo en cuenta que durante siglos no ha habido judíos en España, que la comunidad judía española es muy poco numerosa y que no tenemos ningún contencioso con el Estado de Israel a diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con Marruecos. Lo cierto es que desde hace años, el antisemitismo se ha convertido en un aglutinante destinado a mantener a flote los restos del naufragio del socialismo real. El Islam, versión terrorista o versión asfixiantemente intolerante, se ha convertido en los parias de la tierra para aquellos que, viviendo de las subvenciones, ya carecen de proletariado al que redimir e Israel, que intenta sobrevivir frente a centenares de millones de árabes desde hace más de medio siglo, se ha transformado en un sucedáneo de la burguesía que debe ser aniquilada. Eso sí, con una peculiaridad, y es que Marx podía alabar los logros del capitalismo y esta gente ha recuperado toda la inmunda mitología antisemita de siglos felizmente pasados. Con todo, a mí lo que más me aterra –quizá porque vivo en España– no es la mirada de odio sino el fondo de pasividad sobre el que se dibujó la indecencia. Mientras los activistas antisemitas daban una muestra tras otra de barbarie, la policía permaneció pasiva; las autoridades universitarias permanecieron pasivas; los guardias de seguridad –a los que se paga para mantener la seguridad– permanecieron pasivos y, sobre todo, no hubo un solo estudiante –a pesar de los que tomaban fotos con sus móviles– que no permaneciera pasivo. El gran problema no es sólo la barbarie brutal e irracional del antisemita sino también la manera en que el resto de la sociedad puede contemplarla sin mover un dedo alegando que no quiere líos o –peor– que algo habrán hecho para merecerlo. Hace apenas unas horas, en una universidad española, se vivió una escena que podría haber tenido como escenario la Alemania de inicios de los años treinta del siglo pasado. Ante la violencia antisemita, nadie hizo nada permitiendo que la barbarie campara por sus respetos. Sin duda, Hitler se habría sentido muy orgulloso de todos ellos.