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El fútbol es descarado y maléfico, balsámico y estimulante, deslumbrante y bochornoso. El fútbol convierte en «hooligans» a empresarios ejemplares, transforma a la paloma en gavilán y saca de nuestro interior el demonio que todos llevamos dentro. Es magia y es respuesta. Te deja en evidencia en horas veinticuatro porque sólo sigue sus reglas, donde nacen las dudas y las polémicas. El fútbol es mundo aparte, un espectáculo que en algo más de un siglo de vida siempre ha producido idénticas sensaciones. No necesita promocionarse para cautivar. Su campaña de imagen es su talento. No engaña. El partido es bueno o es malo y si el triunfador es el equipo que peor ha jugado alegrará, no obstante, el día a sus seguidores. El fútbol está en las antípodas de esos otros «espectáculos» que, como define Noam Chomsky, «estimulan al público a ser complaciente con la mediocridad para que crea que es moda el hecho de ser estúpido, vulgar e inculto». El fútbol es transparente dentro de su peculiar entramado; delata, descubre, laurea y sanciona. Responde, siempre responde. En Barcelona lanzaron al estrellato a Mourinho, cuando en la función de traductor asimilaba el fútbol a borbotones, y ahora le detestan, porque le temen. Intuyen que el reinado de Guardiola no es sostenible con los ocho goles que encajó el Almería. Presienten que la carrera de esta Liga será mucho más complicada que la anterior. Recurren a los dispendios madridistas y obvian que el cambio de Ibrahomovic por Etoo fue una ruina. Mourinho, como el fútbol, no deja a nadie indiferente; pero también él tendrá respuesta, del Milan, sin ir más lejos, si ante el Ajax o el Auxerre alinea un once poco convencional, como aquel Sporting de Preciado.