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Punto muerto
Jaime Lissavetzky obedeció órdenes del partido y, cual kamikaze, atendió a la llamada de socorro de sus superiores para darse de bruces contra molinos de viento. Ahora, atrincherado en la oposición del Ayuntamiento de Madrid, aguarda, como sus compañeros de siglas, un traspié de la alcaldesa para reanudar la lucha. En contra de altísimas voluntades, a Lissavetzky le sucedió Albert Soler, el mejor candidato posible al frente de la Secretaría de Estado para el Deporte, también conocida como presidencia del CSD. Soler dejó su impronta de excelente gestor y, como su antecesor, escuchó la llamada de la política, o de Carme Chacón, que viene a ser lo mismo en este caso. Ahora es diputado en el Congreso. Pese a su demostrada capacidad, las siglas le cierran las puertas de un organismo en el que dejó amigos, sobre todo, y no sólo dentro.
Tres meses hace que el Consejo Superior de Deportes funciona sin jefe supremo. Probos funcionarios, profesionales de contrastada valía, apagan fuegos hasta donde les llega la manguera, poder limitado, y el agua, presupuestos que exigen inmediata aprobación antes de que las federaciones, el corazón del deporte, sufran un infarto. Algunas ya han padecido alguna angina de pecho.
El CSD se ha quedado en punto muerto, como se fue quedando sin competencias según las abarcaban las comunidades autónomas. El nombramiento del secretario de Estado se retrasa. La crisis late incluso en el deporte, motor lúdico y anímico de la sociedad española. Cabe la posibilidad de que el presidente del COE lo sea también del CSD, no a la inversa. No sería descabellado. Al contrario. El deporte, para los deportistas, y la política para quien la trabaja.
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