Crítica de libros

Revolución imperativa

Me quedo mirando el escaparate de una librería. Está lleno de títulos que traslucen un exigente tono imperativo. «¡Indignaos!» es el más conocido

La Razón
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Más que títulos de libros, son órdenes, mandatos imperiosos, disciplinarios; exigen el deber inexcusable de hacer «algo». Un amigo que me acompaña me dice que la gente necesita que la animen un poco «a hacer la revolución». Pues vale.

Me muestro escéptica. Individualista. (Incorrecta, o sea). Un individualista nunca podrá ser un revolucionario porque la moral revolucionaria niega la individualidad. (Y sí, algo parecido ocurre con la contra-revolución, claro). Así que, en cuestiones de revolución, me fío de Dostoievsky: él creía que el «ensueño revolucionario» era la enfermedad del alma rusa, la causa de su romántica tristeza. Como al viejo Fiódor, a mí también me parece que el sentimentalismo es el caldo de cultivo donde se ahogan las masas en su quimérico empeño por encontrar paraísos. Desconfío de la «mediumnidad» de los dirigentes revolucionarios –y más si el puesto fijo se lo han otorgado ellos mismos– que prometen una felicidad común, una armonía mundial sin aflicción, sin cargas, sin deseos, sin propiedad, sin trabajo. Y sin libertad. En esto, coincido con Dostoievsky. En muchas otras cosas, probablemente no. De Dostoievsky aprendí que el mal es consecuencia de la libertad, que el mal es el hijo legítimo de la libertad, pero que sólo ella puede engendrar asimismo el bien auténtico, sin servidumbres ni antinomias, el bien libre, el verdadero. Los duros tiempos que vivimos favorecen que el individualismo tenga mala reputación. Individualismo se equipara a propiedad, a egoísmo, a insolidaridad, a anti-colectivismo. Nadie lo relaciona, como quizás sería adecuado, con la idea de responsabilidad civil y moral, con la de fuerza de cambio pacífico y prudente, con los pilares del contrato social. Una sociedad es libre cuando sus ciudadanos son individuos libres. En nuestra época masificada y embrutecida, cada día más subyugada por la idea del Estado como Iglesia caritativa y redentora, el individualismo parece un delito de lesa colectividad, aunque sean los individuos realmente autónomos, independientes, los que más pueden aportar al corpus social si logran sobrevivir cargando sobre sus espaldas el peso de la libertad sin que ello les aboque a la anomia, al mal o al vacío. Pero... es cierto: en un mundo que ya ha superado los 7.000 millones de seres humanos, cada vez será más difícil contarnos uno a uno.