Convención del PP

Más y mejor democracia

La Razón
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En los últimos años la sociedad española ha experimentado una creciente desafección hacia la clase política y, por consiguiente, hacia un elemento central de la democracia representativa. La preocupación por la clase dirigente batió en mayo su récord histórico y superó la marca de mediados de los noventa, los conocidos como los años de la crispación. Los políticos son hoy señalados por el 22,1 por ciento de los ciudadanos como la tercera preocupación de los españoles, un puesto que han ocupado durante 15 meses consecutivos. Se trata de una situación anómala e indeseable que causa un grave perjuicio a la propia democracia y a su estabilidad. La relación entre representantes y representados es la base del sistema, y si esa conexión se resquebraja, el propio régimen de libertades se debilita. Sorprende que ese desapego se haya desarrollado en un ambiente político general de despreocupación y ausencia de autocrítica. En líneas generales, la clase política ha eludido un análisis profundo sobre las causas de ese déficit de confianza de los españoles y tampoco se ha molestado en buscar las posibles soluciones. Ese aparente desinterés se ha traducido en la indefensión de la democracia liberal y de sus incuestionables y grandes ventajas ante los ataques de determinados sectores marginales pero activos que han aprovechado un caldo de cultivo favorable para arrogarse una representatividad de la que carecen y así atacar los cimientos del sistema. Conviene no confundirse, movimientos como el de los denominados «indignados» nunca serán la solución a los problemas del Estado de Derecho, sino un extravío para resolverlos por mucho que algunas de las críticas de fondo no hayan estado exentas de razón. Los políticos tienen la responsabilidad de abrir una reflexión para cerrar la brecha abierta entre gobernantes y gobernados. Y ello debe pasar por que el ciudadano se sienta partícipe de la democracia y no un mero elemento decorativo. Democracias más asentadas que la nuestra han marcado un camino que, al menos, se debería sopesar y evaluar por lo que pudiera tener de beneficioso para nosotros. En este sentido, Esperanza Aguirre dio ayer un primer y decidido paso en ese trayecto regeneracionista tan necesario. Anunció, en el debate de investidura como presidenta madrileña, la reforma de la ley Electoral autonómica para desbloquear las listas y que los ciudadanos puedan excluir de las mismas a los candidatos que no consideren aptos para el cargo. Además, abogó por dividir Madrid en circunscripciones, como ya ocurre en Baleares, Murcia o Asturias, para facilitar que los ciudadanos conozcan a sus representantes y tengan mayor control sobre ellos. El final de las listas bloqueadas quebraría además la absoluta dependencia de los parlamentarios de la disciplina del partido de turno en detrimento de los ciudadanos, lo que sería una cambio saludable. Cualquier iniciativa que favorezca una democracia más abierta y cercana debe ser respaldada. El debate abierto por Aguirre es una oportunidad para enmendar errores y fortalecer el sistema que, hoy por hoy, representa y sirve mejor a los intereses generales.