Catolicismo
Día de la vida consagrada
Hoy, fiesta popularmente llamada de La Candelaria, se celebra también el día de la vida consagrada, de la que con frecuencia se tiene un conocimiento un tanto escaso. Hombres y mujeres, religiosos, religiosas, miembros de institutos seculares han sido elegidos y llamados para vivir una consagración de sus vidas enteramente a Dios; abren un espacio para la total e inmediata soberanía de Dios en sus vidas y para la entrega incondicional en servicio a los hombres, singularmente a los más pobres y necesitados. Lo que importa en ellos y en ellas es dar testimonio transparente de su consagración total e inmediata a Dios vivo y a su Reino; lo demás se dará por añadidura.
Nuestra sociedad tiene necesidad de hombres y mujeres que, en una vida consagrada, den testimonio de Dios vivo ante un mundo que lo niega u olvida; que afirmen con sus vidas y su palabra, sin rodeos, el amor de Dios a todos y a cada uno; que nos traigan a la memoria algo que solemos olvidar fácilmente: que en el mundo venidero «Dios lo será todo en todos». Vidas de hombres y mujeres consagradas son una de las señales más elocuentes de la presencia y soberanía de Dios en este mundo y de la libertad de sus hijos. Nuestro mundo, tan cerrado sobre sí mismo a Dios, necesita como nunca de estos testigos. Sin ellos podrían cerrarse todos los portillos por donde la luz entra en nuestro mundo.
La Iglesia necesita hoy más que nunca hombres y mujeres que, por su forma de vida, vayan hasta el fondo en el seguimiento de Jesucristo, y sean testigos de su resurrección en medio del mundo y de nuestra historia. La Palabra del Evangelio reclama ir acompañada de señales de su verdad y de su fuerza. Una de las señales más claras que produce el Espíritu divino para testimonio del Evangelio es la vida particularmente consagrada en la Iglesia. Ahí brilla la supremacía de Dios sobre todo otro interés y, por consiguiente, la de la entrega fiel y desinteresada al prójimo. A nuestro mundo le vendría muy bien una juventud más esperanzada y confiada. Merece la pena aventurar toda la vida con Aquel que sabemos quiere a los hombres y no les ha de fallar. Eso no sé si resulta ser lo que hoy se llama «felicidad», pero estoy seguro de que aún acá trae la bienaventuranza, la dicha y la alegría de verdad. Por su especial llamada y consagración, los religiosos y las religiosas, de suyo, constituyen un recuerdo vivo y permanente de que todos estamos llamados a la santidad. Y no olvidemos que la vida de santidad es lo que cambia y renueva el mundo: los santos son los exponentes más señeros de una humanidad nueva, hecha de hombres y mujeres nuevos con la novedad del Evangelio, de una vida evangélica conforme a las bienaventuranzas. En la vida consagrada se manifiestan con transparencia y se anticipan en esta tierra los dones definitivos cuando «Dios sea todo en todos».
Ésta es la sustancia de la vida consagrada, sea cual sea su Regla o su estado de vida concreto. A esta sustancia se ha de volver, una y otra vez, para que la singular vocación a la vida consagrada sea una fuente de gozo radiante y completo. Cuando se quiere definir la vida sólo por la tarea que se desempeña o lleva a cabo y se olvida esto que es sustancial, la propia vida no es capaz de mantener en la alegría evangélica, y hasta la misma consagración, expresada en diversas formas en los votos, se puede desvirtuar o terminar perdiendo su sentido. Vivimos en tiempos de cambios profundos, sin olvidar que la especial consagración no hace ser personas extrañas o inútiles en la ciudad terrena, ni cabe que se acomoden a este mundo.
El mundo y la Iglesia necesitan ese testimonio radical de la vida consagrada. Una Iglesia en la que ese testimonio fallara o palideciera estaría gravemente amenazada en su vocación y misión. Una humanidad, sin la vida consagrada, sería más pobre y anosta, le faltaría algo muy fundamental.
Religiosos y religiosas, personas consagradas, están en la vanguardia de la Iglesia y en el corazón del mundo, en la oración continua y en la penitencia practicada con alegría de los institutos contemplativos; evangelizan allá lejos en las misiones, a los que aún no conocen a Cristo, y aquí cerca a los que creen en El más o menos. Están en la escuela, en los hospitales, en la atención a los desvalidos del mundo y a los marginados. No es extraño, por eso, que los criterios del mundo también presionen sobre las personas consagradas.
Por eso sentir muy de cerca y amar la vida consagrada, estar a su lado y favorecerla, ayudar a que haya vocaciones y a que perseveren y progresen en la vocación a la que Dios los ha llamado es algo muy importante, que nos recuerda el día de hoy. El mundo necesita del testimonio claro y valiente de la vida consagrada. Necesita ver hombres y mujeres, jóvenes y adultos, que siguen sin condiciones al Maestro, que dedican toda su vida, su afecto, sus energías, su tiempo al Dios y Padre de todos. Es el mejor argumento de la existencia de Dios. Vivir esta entrega sin dejar que ninguna duda ni ambigüedad sobre el sentido y la identidad de su consagración es algo que apremia. El camino de la renovación de la vida religiosa y de su fecundidad apostólica es el de la comunión eclesial. En este tiempo nuestro, en que todas las fuerzas vivas de la Iglesia se han de unir en una misma pasión por evangelizar, se ha de buscar siempre la mutua colaboración y el reconocimiento humilde y gozoso de que el Espíritu del Señor sopla donde quiere con tal de llevar la barca de la Iglesia a buen puerto.
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