Crítica de libros

Fuego congelado

La Razón
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Me dijo de madrugada una fulana en un garito: «Conviene no confundir el calor del afecto con el calor del termómetro, cielo Me rindo casi sin condiciones cuando un hombre es cálido, pero detesto a los tipos que me producen calor. ¿Sabes, cariño?, que un hombre te deje el recuerdo de su calidez en el corazón no es lo mismo que si te deja una escocedura entre las piernas». Estuve de acuerdo con ella al instante. Tampoco yo soporto las temperaturas elevadas, aunque comprendo que muchas grandes películas y no pocas novelas son interesantes sobre todo porque tratan de historias que serían impensables sin el asfixiante calor en el que ocurren. Hay una relación muy estrecha entre el calor y la furia, la misma que sin duda también hay entre las elevadas temperaturas y las bajas pasiones. Pensar en otra cosa para olvidar la tentación que me supone una mujer nunca me ha dado mejor resultado que poner en marcha un ventilador. Historias que empezaron con buen pie una noche de frío se esfumaron tan pronto con el cambio de estación hubo más de veinte grados en el termómetro. En una habitación cerrada puedo soportar casi cualquier cosa con tal de que en un momento dado alguien abra una ventana para que corra el aire. Mi primer matrimonio se vino abajo por muchas razones que no vienen al caso, pero entró en barrena en mitad del verano, en un momento en el que era como si sólo nos uniese el pus causado por una terrible quemadura avivada a posta con sal. Aunque aquel amargo estropicio se puede contar de muchas maneras, yo recuerdo sus últimos días como un tiempo en el que una mujer y yo convivimos con la asfixiante sensación de habernos mudado a vivir con una cantimplora de esparto en el tiro de una chimenea. Lo nuestro había empezado en marzo, en ese tiempo tibio y hormonal en el que sólo el aliento deshace cada poco los helados. ¿Por qué mierda llegó tan pronto el primer verano y cómo diablos hizo para quedarse entre nosotros para siempre? Coincidíamos en muchas cosas e incluso confiábamos en salir adelante vadeando mi sudor, pero no tardé en darme cuenta de que en el termómetro de casa ella era feliz cuatro grados más arriba de donde estaba yo estaba dispuesto a llegar. Ella no aguantó mi manera de ser y yo no pude resistir aquel calor de julio que tostaba las llamas. El caso es que rompimos bien entrado el verano, en un momento de nuestras vidas en el que ella aun se estremecía con el sol y yo tuve la estúpida corazonada de que sólo podría ser feliz al lado de alguien que encendiese fuego frotando bajo la lluvia dos pedazos de hielo.