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Juan Carlos Arteche

La Razón
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He conocido muchos futbolistas, pero he querido a pocos. A él lo sigo queriendo. Recuerdo la noche de Antena 3, en Oquendo. Llegó y me dijo: «Cuando acabe el programa, te va a llamar «El Gordo»; a ti te la va a liar y a mí me va a despedir». Era viernes, como siempre en mi vida.

Arteche habló a tumba abierta, sin tapujos, directo, contundente. Y yo, tan jovencito y rebelde como él, me sumé a la fiesta de la entrevista jugosa, apetecible, encabronada, una de esas conversaciones que abrillantaban la radio y que tanto enganchaban a los escuchantes, como dice mi admirada Pepa Fernández. Ésas con las que sabes que la vas a armar. «Me gustan los viernes». Entrevista superlativa. Amigos para siempre.

Una y media de la mañana. Gil al teléfono: «Dile a ese imbécil que se vaya a vender zapatillas. Está despedido». Arteche lo escuchó. Me miraba con su cara de niño bueno. Había desafiado a Gil, un huracán recién llegado, omnisciente, imparable, todopoderoso, como antes hicieron Landáburu o Setién (¡qué noche en Glasgow, Quique!). Tuvo que dejar el fútbol, pero el juez obligó al club a pagarle 150 millones de 1989. Ganaba la cuarta parte por año. Aquel día, me confesó: «Tengo que darte las gracias, aunque no sé si por retirarme del fútbol o por hacerme rico».

Hablamos hace poco: «Estoy jugando la prórroga». Fue un hombre maravilloso, extraordinario, un orgullo para los suyos; referencia rojiblanca, atlética y humana para siempre. Se fue sin protestar; ni un quejido, ni una lágrima. Esa pena, ese dolor, esas lágrimas que, hoy, me inundan el alma y me crujen por dentro, en rojo y blanco.